A 30 años de su fallecimiento, tres artistas amigos de la pintora peruana Tilsa Tsuchiya comparten sus memorias, llenas de momentos entrañables que revelan el carácter y la sensibilidad de una mujer inspiradora y tan desprendida como apasionada.
Hablar de la obra de Tilsa Tsuchiya (Supe, Barranca-Perú 1928) es referirse al erotismo, la mitología, la filosofía oriental, la técnica minimalista y la aparición de seres extraordinarios. Hablar de Tilsa Tsuchiya Castillo, y hacerlo con algunos de sus más cercanos amigos, es conocer a la mujer tímida, sensible y generosa a través de un catálogo de imágenes que se han grabado en la memoria de Venancio Shinki, Gerardo Chávez y Bruno Zeppilli.
Vivencias, anécdotas e intimidades se suceden con sorprendente facilidad cuando estos artistas recuerdan a la compañera estudiante de Bellas Artes, la mentora y amiga solidaria. Resumir su vida, desde los años en la hacienda San Nicolás de Supe donde empezó a pintar junto con su hermano, contar sus andadas como estudiante y definir la influencia de su obra es una tarea biográfica hecha en libros y documentales a la que se le suman estas palabras como pinceladas.
Compañeros de aventura
Gerardo Chávez es un artista peruano que no necesita presentación. Cuando ingresó a mediados de los años cincuenta a la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de Lima tampoco la necesitó, ya que de inmediato se convirtió en uno más de la familia, junto con Tilsa Tsuchiya, Alfredo González Basurco, Alberto Quintanilla, José Milner Cajahuaringa, Oswaldo Sagástegui y Enrique Galdos.
“Fue una amiga muy querida”, dice Gerardo, quien recuerda que al principio Tilsa tuvo algunas dificultades técnicas en el dibujo que la alejaron de los estudios. “Trabajó durante un tiempo en la vidriería de sus hermanos y dejó Bellas Artes un par de años”. Ya en 1956, cuando ella vuelve a la escuela, se conocen e integran un movimiento de izquierda, además de un grupo muy alegre y unido.
“Había una gran competencia entre los artistas de la escuela, tratábamos de ser los mejores porque había de por medio una beca de estudios, pero nos ayudábamos. Nos prestábamos los materiales y celebrábamos los enamoramientos en un bar de mala muerte en el centro de Lima que quedaba por la calle Amazonas”, recuerda Gerardo, quien parece escuchar el huayno que ponían en la vieja radiola de aquel lugar.
Talento, amores y París
En su departamento de San Isidro, Gerardo Chávez conserva dos pequeñas esculturas de Tilsa entre una gran cantidad de obras de arte, desde cuadros hasta la figura de un caballo casi de tamaño natural. Las compró cuando Tilsa ya había fallecido y recuerda que cuando ella quiso regalarle alguno de sus cuadros le decía “no China, mejor después”. Una escena que se repetía porque entre artistas no se solían regalar obras.
“En Bellas Artes, Tilsa destacó de tal manera que en el último año le entregaron la Gran Medalla de Oro de la promoción de 1959. Su trabajo tenía temas sencillos como la emolientera o los gatos que parecían simples, pero ella los hacía con gran sensibilidad. Se notaba diferente a los otros. Esa personalidad la acompañó siempre”.
Chávez recuerda que Tilsa decía tener un amor de su vida: el escultor Alberto Guzmán, aunque en esos años de estudio terminó enamorándose de Alfredo González Basurco, con quien luego se fue a París gracias a la beca que él recibió. “Yo fui a la sombra de ellos, con la dificultad de no tener dinero, y cuando llegamos a Europa me fui a Florencia. Fue una aventura porque no sabíamos cómo regresar”, dice con felicidad.
El estudiante y la artista
Bruno Zeppilli tenía apenas 17 años cuando conoció a Tilsa Tsuchiya. La recuerda sentada en una mecedora de jardín, durante un almuerzo en la casa de un amigo en común, Alfonso Castrillón. “Tenía el pelo lacio, perfecto, y llevaba unos lentes oscuros”. Al día de campo en La Molina se le sumaron muchos artistas, pero el joven Bruno fue el que captó la atención de la pintora.
Años después se volverían a ver cuando él y un grupo de estudiantes de arte la visitaron para pedirle que donara alguna obra para un remate a beneficio que organizaban. Ella los recibió gustosa, le interesaba mucho la gente joven, cuenta Bruno, y les ofreció un dibujo. A Bruno le agradó que lo recordara. “Había vuelto de París y ya era una artista reconocida, había expuesto en la galería de Carlos Rodríguez Saavedra y recibido el Premio Bienal de Teknoquímica en 1970”.
Un día, cuando Bruno iba a la Universidad Católica donde estudiaba Artes Plásticas, vio a Tilsa, quien llegó a dar un taller. “Le gustaban mucho las plantas, igual que a mí, así que le arranqué unas flores del jardín. Tilsa creía que estábamos robando porque lo hicimos a escondidas”, recuerda Bruno entre sonrisas. Desde entonces fue a visitarla a su casa en Lima para regar las plantas y a la de campo que tenía al norte, en Puente Piedra, a la que llamó Shangri-lá.
Protectora dadivosa
Cuando Tilsa recibía a Bruno en casa solía estar muy arreglada, como para una cita. Esa elegancia era parte de sus costumbres conservadoras, así como la de invitarlo a comer a restaurantes, pero pasarle la billetera para que él pagara. “Decía que la pintura se aprende en los cafés, conversando y observando lo que hay detrás de los colores de los objetos”, cuenta Bruno, quien durante un tiempo pintó a su lado en el mismo taller.
Esta experiencia y la amistad que iba más allá de la pintura (jugaban al mahjong, un juego de mesa de origen chino) se debían a que Bruno no la trataba como una consagrada artista sino como alguien normal. Tilsa lo hacía partícipe de sus reuniones, donde parecía ser su hermano menor, y de alguna forma fungió como su protectora. No quería que él expusiera, le preocupaba que el mercado afectara su libertad creativa.
“Para pintar hay que tener algo dentro y Tilsa lo tenía. Era muy mágica”, comenta Bruno Zeppilli, quien durante años frecuentó la casa de la artista a diario. “No tomaba alcohol y nunca le interesó hacer plata”. Curiosamente, en la actualidad es la pintora peruana más cotizada. El año pasado, el Museo de Arte de Lima subastó uno de sus cuadros en 150 mil dólares.
Amiga de confianza
“Cuando la vi por primera vez en el patio de Bellas Artes pensé que era una loca”, confiesa Venancio Shinki, a quien le sorprendió que Tilsa Tsuchiya invitara a su profesor a tomarse unos tragos a una cantina. Él ingresó a estudiar con la idea de ser un pintor retratista, pero cuando conoció las pinturas, los retratos espirituales de esa japonesita que lo intrigó desde el primer momento, cambió de idea.
Se pasaba las tardes contemplando, maravillado, la obra de Tilsa incluso cuando ella no estaba en el taller. Cuando se hicieron amigos, Venancio conocería esa faceta personal de quien es para él la figura más grande de la plástica peruana. “Era muy cercana a sus amigos y muy recatada con quienes no conocía”. Llegó a intimar tanto con la familia Tsuchiya que una de sus hermanas fue madrina del primer hijo de Shinki.
Es curioso que no se conocieran en Supe, en la hacienda San Nicolás donde ambos se criaron. Venancio nunca la vio porque no estudió en el colegio japonés de la localidad. Un día, la pintora le contó que cuando Shinki le entregó un cuadro para que lo exhibiera en el Museo de la Habana donde ella iba a exponer, tuvo que interrumpir su almuerzo porque necesitaba contemplar aquella pintura. Para él fue uno de los mejores elogios que recibió.
Artista influyente
Uno de los mayores reconocimientos que recibió Tilsa vino de parte del pintor mexicano Rufino Tamayo. Cuando estuvo en Lima dijo, tras ver uno de sus cuadros, que el autor era “un artista soberbio”. Luego le aclararon que la autora era mujer. “Tilsa es la única pintora que ha hecho una exposición con un solo cuadro”, cuenta Venancio en referencia a “Tristán e Isolda”, que se exhibió como pieza única en la galería Ars Concentra de Miraflores.
“Estudiábamos mucho y tuvimos profesores muy buenos que fueron reunidos por Juan Manuel Ugarte Eléspuru”, comenta el pintor, quien recuerda el día en que la fue a despedir en el Callao, cuando partía rumbo a París, y la vez que a su vuelta la visitó en el Hospital del Empleado.
Tilsa era una fumadora empedernida, al punto que cuando Venancio Shinki ingresó a su habitación la encontró rodeada de amigos, acostada en la cama y fumando. “No podía con su genio”, dice Shinki, quien recalca que así como el cigarro, tampoco podía dejar de pintar. “Pedía que no le tocaran la puerta hasta las doce”, recuerda el pintor que a los 82 años sigue una rutina similar a la de la pintora más influyente de su generación.
Carta desde Sidney de la otra Tilsa
A Tilsa Guima sus padres le escogieron el nombre porque admiraban a la pintora nikkei. En 2000, la estudiante de Antropología pudo conocer la obra de Tsuchiya en el Museo de Arte de Lima, apreciando más el nombre con el que la bautizaron y las historias que había oído sobre la artista. Tiempo después preparó el ensayo El guerrero rojo: Identidad étnica en la obra de Tilsa Tsuchiya para el curso de Minorías Étnicas de la Universidad Mayor de San Marcos.
“Para el ensayo entrevisté a Frida Tsuchiya, su sobrina, en la casa en la que antiguamente vivió Tilsa. Me describió a una persona muy tímida, pero sumamente sencilla y noble. Me contó que su padre la apoyó incluso con los costos de la carrera en la Escuela de Bellas Artes y que se convirtió en el crítico más arduo de los trabajos de Tilsa, pero también en una persona muy querida para ella”, cuenta Guima.
A ambos hermanos (Wilfredo y Tilsa) el padre, Yoshigoro Tsuchiya, les inculcó el arte, al punto de hacerlos pintar juntos de niños. Yoshigoro fue un médico japonés que llegó al Perú a trabajar en la hacienda San Nicolás. Fue ahí donde conoció a María Luisa Castillo, una joven peruana de ascendencia china, hija del dueño de la tienda de abarrotes y quien sería la madre de Tilsa.
En su ensayo, Guima postula que en la obra de Tilsa Tsuchiya están los símbolos de las tres culturas a las que pertenecía: peruana, china y japonesa. “Ella crece y desarrolla su carrera en este contraste, en un hogar en el que había un reconocimiento y un intercambio de las culturas, en una época en la que dichos grupos mantenían limites bien demarcados”, dice Guima, quien en la actualidad vive en Australia, donde hizo una maestría en Estudios Culturales.
José Watanabe: Tilsa, la pintora bendita
Conocida es la admiración que el poeta José Watanabe tuvo hacia Tilsa Tsuchiya, con quien le uniría una estrecha amistad. Sobre ella escribiría en el prólogo del catálogo* de la muestra organizada por la Fundación Telefónica en el Museo de Arte de Lima:
Cierto día, mientras pintaba y yo leía algo, (Tilsa) dijo una frase desconcertante:
-Creo que hace tiempo mis figuras quieren ser de carne. Era el comienzo de la década del 70.
Pero desde hacía un tiempo atrás sus personajes ya no eran planos. Habían empezado a ganar corporeidad, volumen, y al mismo tiempo habían ido confirmando su pertenencia a un mundo de movimientos lentos, de reposos estatuarios. “Quieren ser de carne”, dijo, y en un comienzo la carne fue leve, casi una sustancia aérea, hasta convertirse años después en voluptuosa como el cuerpo de aquella mujer que vuela elevada sobre una gran ave.
* Tomado de: Prólogo del catálogo “Tilsa”.
Museo de Arte de Lima, 2000.
* Este artículo se publica gracias al convenio entre la Asociación Peruano Japonesa (APJ) y el Proyecto Discover Nikkei. Artículo publicado originalmente en la revista Kaikan Nº 91, y adaptado para Discover Nikkei.
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