Cuanto más recorremos mi padre y yo el cementerio Inglewood, más cómico se vuelve esto.
“Voltea aquí, no voltees allá, ¡oh ahí está!” No importa cuántas veces lo visitemos, siempre tiene lugar este agotador intercambio. Pero cuando finalmente llegamos a la cima de la colina, la vista hace que nuestras tonterías valgan la pena.
Es casi irónico ver el mundo desde esta altura, rebosando de una vida maravillosa mientras que los difuntos descansan en paz en el cielo. A esta altitud, es solo el horizonte lo que desdibuja la vida de la ciudad con la vida después de la muerte.
Y en este mismo cementerio es donde mi familia finalmente se reúne, tras casi año y medio de cuarentena. Las nubes envuelven los delicados rayos del sol, aunque nuestros rostros brillan de alegría mientras desempacamos lentamente el contenido del auto para lo que está por venir.
Una convergencia de fallecidos y vivos, en donde nos reunimos para celebrar lo que habría sido el cumpleaños 97 de mi abuela con los parientes que han sido enterrados junto a ella.
Los tíos ordenan la comida, mi primo toma las fotos, las tías limpian las lápidas de la familia y mi padre pone la bandeja de dulces. La soltura con la que todos asumen sus habituales roles hace difícil creer que haya pasado todo ese tiempo.
Aunque sea algo poco convencional, hacemos picnic en el cementerio y disfrutamos de las risas y la charla que se ha preparado desde hace bastante tiempo. Surgen conversaciones sobre vacaciones hipotéticas y pasatiempos de cuarentena y, antes de que nos demos cuenta, nada queda en los platos de papel, excepto migajas.
Guardamos el resto de los sándwiches de pollo y atún y metemos la ensalada de papa en el cooler. Las sillas se van al auto y las mantas son dobladas cuidadosamente.
Hay un viento terriblemente persistente y nuestros rostros están entumecidos por el frío, pero aún así caminamos hacia una última parcela.
Una vez más, las tías limpian las lápidas y cortan las flores. Aunque, esta vez, no conozco quién es la persona que descansa debajo de una de las lápidas. Sé su nombre y algunas de sus historias. Pero es la fecha de fallecimiento inscrita, 27 de marzo del 2002, que capta mi atención. Después de todo, nací 70 días después.
Mi bisabuela (o Bachan, como todos en la familia la llaman de manera afectuosa) había vivido más de 100 años. Una auténtica matriarca, dice mi padre, ella movió los hilos familiares y los entrelazó.
Más de diecinueve años después de su fallecimiento, ella sigue pegada en nuestras conversaciones como si fuera pegamento. El relato de sus agarraderas de cocina y calendarios caseros, una lección de toda la vida sobre cómo usar apropiadamente los palillos y las historias de sus magníficas fiestas de cumpleaños mantienen viva su memoria.
No conocí a Bachan — aunque veo cómo las semillas que ella había esparcido todavía brotan. Cómo la familia sigue reuniéndose el día de Año Nuevo, cómo hacer el inarimás sabroso. Y cómo corremos hacia el futuro, aun cuando los tiempos se pongan difíciles.
Sin embargo, sí conocí a mi abuela Mary.
Sus dedos estaban a menudo pintados de un tono rosado malva y ella se adornaba con largos y eclécticos collares. Su refrigeradora solía tener six packs de Hawaiian Sun y el The L.A. Times tapaba el mantel de vinilo que cubría la mesa de comedor de madera.
De alguna manera, todos siempre parecían que la conocían, ella era desconcertantemente carismática.
Pero entre sus valores de vestirse bien, vivir bien y hablar bien, está su lección más practicada de todas:
La importancia de la familia.
Mi abuela sabía lo que la familia significaba para ella: se trataba de hacer turnos para abrazarse con cada uno, buena conversación y compartir una buena comida juntos. Las mesas estaban diseñadas para cubrirse con platos humeantes de comida recién hecha y el postre nunca era opcional.
Así como su madre hacía, yo detecto los retoños que han brotado de su cultivo. Cómo siempre insistimos en que los invitados se lleven las sobras a casa. Cómo llevamos a los nietos a los viajes de fin de semana. Y, sobre todo, cómo hacemos lo posible para darlo todo.
En la era de lo “rápido”, semejantes modelos de longevidad se han disipado, las tendencias van rápido, las noticias llegan aún más rápido. Todo se hace a expensas de la calidad.
Sería un error de mi parte decir que yo estaba por encima de todo esto. Mis esenciales de ”moda rápida” usados una vez están silenciosamente en los vertederos. Mis dedos actualizan frenéticamente mi página de inicio buscando una bebida desde el grupo de noticias más rápido y llamativo.
Sin embargo, mientras el mundo gira caóticamente a mi alrededor en un precipitado enigma, el ritmo constante del tambor ancestral me mantiene con los pies en la tierra.
Intencionalmente, algunas cosas no están diseñadas para durar. Los sándwiches de pollo y atún serán comidos,las lápidas de la familia volverán a llenarse de suciedad otra vez y las flores se pudrirán en el suelo.
De manera similar, algunas cosas sí están diseñadas para durar. Cosidos por sus propias manos, los calendarios de 33 años de Bachan todavía siguen en casa de mi tía y tío. El mantel de vinilo de la abuela fue quitado para dejar al descubierto una hermosa y moderna mesa de mediados de siglo que ahora está en mi propio comedor.
Y entre lo material, destaca su inversión, aún fuerte, en la familia. Con firmes valores que coinciden con firmes enseñanzas, lo esencial de algo que no puede ser fácilmentearrancado ha resistido al paso del tiempo, cinco generaciones para ser exactos.
Mi bisabuela y abuela nunca hubieran vivido para ver a mis propios nietos hipotéticos. En varias décadas, sus nombres aparecerían y desaparecerían como una rápida brisa de verano en la conversación esporádica.
Pero, más allá de sus tumbas, sé que ellas serían mucho más: una lección sobre cómo sostener los palillos, una insistencia sobre repartir las sobras, un recordatorio para dar tu mejor cariño.
Como dice un proverbio griego anónimo: “Una sociedad se vuelve grandiosa cuando los viejos plantan árboles cuya sombra saben que nunca disfrutaran”.
Y es entonces cuando me doy cuenta de que las semillas que han sembrado han florecido maravillosamente; para ti, para mí y para todas las generaciones que vendrán.
*Este artículo en inglés fue originalmente publicado en Rafu Shimpo el 11 de mayo de 2021.
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Nuestro Comité Editorial seleccionó este artículo como una de sus historias favoritas de serie Generaciones Nikkei: Conectando a Familias y Comunidades en inglés. Aquí está el comentario.
Comentario de Chrstine Piper
La historia de Kyra Karatsu “Oh, Bachan, cómo crece tu jardín” es mi elegida de los artículos enviados en inglés de este año. Karatsu toma el simple ritual de una reunión familiar como punto de inicio para explorar nociones como el significado de familia, legado y costumbres, tan importantes en comunidades de inmigrantes. La historia se relaciona bien con el tema de “generaciones”, al mismo tiempo que alude a ideas más generales. ¿Cuándo la tradición triunfa sobre la modernidad? ¿Cuáles son los valores que más apreciamos? Las evocadoras descripciones del escenario y otras cualidades literarias (por ejemplo, el uso de metáfora) ayudan a fundamentar la narrativa y crear una burbuja de quietud, de modo que el acto de leerlo se convierte en un antídoto para la constantemente cambiante cultura “rápida” que nos rodea, y a la que se refiere la autora. Admirable por su profundidad y moderación, “Bachan” es una hermosa e inspiradora historia.
© 2021 Kyra Karatsu / Rafu Shimpo
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