Una de las obras más famosas, o incluso la más famosa, de la música clásica es la Quinta Sinfonía de Beethoven. La apertura de esta obra maestra es icónica. Hay silencio y luego esas cuatro notas explosivas: ¡ta, ta, ta daaannnnn! Cuando toqué la sinfonía por primera vez, nuestro director destacó que la parte más importante de esta apertura dinámica es el silencio (la anticipación) antes de las notas y no las notas en sí. Y así es exactamente cómo Beethoven pretendía que fuera, porque esas cuatro notas comienzan en un contratiempo. En otras palabras, esta renombrada obra comienza intencionalmente en un momento perfecto de silencio, la completa ausencia de sonido, antes de la erupción de esas cuatro ardientes notas.
Con el paso de los años, he llegado a comprender el poder absoluto del silencio, sobre todo con relación a los muchos secretos guardados por mi madre nisei. Fue solo de adulto que me enteré que no solo ella y su familia estuvieron encarcelados en un campo de concentración en Arkansas durante la Segunda Guerra Mundial, sino que también fueron enviados por barco a Yokohama en un intercambio de rehenes entre Estados Unidos y Japón, dos países involucrados en aquel entonces en una amarga y brutal guerra entre sí. Mi madre era una adolescente y ciudadana estadounidense por nacimiento, pero eso no pareció importarle al Departamento de Estado de los Estados Unidos, que deseaba desesperadamente el regreso de los estadounidenses que habían quedado varados en Japón, Shanghái, Hong Kong y otras partes de Asia que en ese entonces estaban ocupados por Japón. Fue así cómo se llevó a cabo el intercambio de rehenes. En sí, mi madre fue intercambiada como ganado por otro estadounidense pero de piel más clara.
Yo solo conocía los más mínimos detalles de su deportación a Japón. Sabía que ella y su familia habían tomado un tren desde Arkansas hasta la Costa Este y desde allí abordaron el MS Gripsholm, un transatlántico sueco que el gobierno de los EE. UU. había encargado para deportar a cientos de civiles. Según mi propia investigación, sé que el barco había viajado hacia el sur a lo largo de América del Norte y del Sur, haciendo una parada en Río de Janeiro para reabastecerse de alimentos, agua y otros suministros. Luego cruzó el océano Atlántico hasta Puerto Elizabeth, Sudáfrica, antes de dirigirse a Goa, India, el sitio donde tuvo lugar el intercambio de rehenes.
Mi madre nunca habló sobre ese viaje desgarrador. ¿Estaba aterrorizada mientras el Gripsholm atravesaba aguas peligrosas con submarinos enemigos? ¿Se sintió traicionada por su propio país, sin tener la certeza de si volvería a pisar suelo estadounidense? Y, a medida que su barco se acercaba cada vez más a Japón, ¿qué pensaba sobre tener que vivir en un país al que nunca antes había estado? Yo anhelaba saber tantas cosas sobre el pasado de mi madre, pero ella dejó muy en claro a mis hermanos y a mí que ese período de su vida era un tema que nunca debía tocarse. Según ella, era toda una historia antigua y, bueno, shikata ga nai (no se puede evitar).
Mi madre murió en el 2013 y en los días, semanas y meses posteriores a su fallecimiento sufrí un arrepentimiento implacable además de mi intenso dolor. Se llevó consigo muchos secretos a la tumba y me entristecí muchísimo al darme cuenta de que solo conocía de manera superficial su pasado tumultuoso. Ella había enterrado tanto dolor y sufrimiento en lo más profundo de su ser que yo, literalmente, ni siquiera sabía lo que no sabía.
Recientemente, gracias a la magia de Facebook, tuve la buena suerte de conocer a Sharon Oda, una compañera sansei con una historia familiar en común. Descubrimos que su padre (y la familia de él) estaban en el mismo barco que mi madre (y la familia de Sharon), también deportados a Japón en el otoño de 1943. ¡Qué increíble casualidad!
Sharon tuvo la amabilidad de enviarme artículos que su padre y su tío habían escrito sobre sus experiencias traumáticas durante la Segunda Guerra Mundial. Su tío mantuvo un diario y recordaba que, después de que ocurriera el intercambio de rehenes en la India y los rehenes estadounidenses fueran transferidos del Gripsholm a un barco japonés, el Teia Maru, los adolescentes tenían que dormir en literas en la cubierta abierta. Él específicamente recordó tener que compartir litera al lado de una chica de Hawái que tenía quince o dieciséis años en ese momento. Mi madre, que nació en Honolulu, tenía dieciséis años en ese entonces y cuando revisé el manifiesto del barco, descubrí que solo había dos chicas adolescentes de Hawái que tenían aproximadamente esa edad a bordo del Teia Maru.
Sharon y yo nos quedamos anonadados, pensando en la posibilidad de que su tío y mi madre pudieran haberse conocido en ese largo viaje hace ocho décadas, mientras el Teia Maru navegaba desde la India a Japón, con paradas en Singapur y Manila. Su tío describió lo frío que estaba, teniendo que dormir en la cubierta del barco durante un mes. Los plátanos que les dieron nunca maduraron, incluso después de que él los guardara en su bolsillo para darles calor adicional. Él recordaba que siempre tenía hambre y tenía que quitar los gusanos que estaban en el arroz que les servían a los pasajeros.
Estos eran los tipos de detalles de los que mi madre nunca hablaba y escucharlos de otra persona hacía que su silencio sobre el tema se volviera aún más profundo. Su falta de voluntad, o quizás de manera más precisa, su incapacidad para contarme sobre ese doloroso viaje mientras era expulsada de los Estados Unidos y enviada a Japón, decía mucho.
Ahora, cuando reflexiono sobre mi madre, me doy cuenta de que su silencio sobre la guerra siempre fue una presencia grande e inminente en nuestro hogar. De hecho, conforme he ido envejeciendo, me he dado cuenta cada vez más que los secretos que guardaba (y el silencio que los acompañaba) eran quizás los aspectos más importantes de mi relación con ella.
Sin embargo, no quiero insinuar que mi madre era una persona insensible, fría o distante. Todo lo contrario. Ella dedicó su vida a sus cuatro hijos, haciendo innumerables sacrificios para asegurarse de que tuviéramos todas las oportunidades que ella nunca tuvo. Crecí en Honolulu, tuve una infancia preciada, sin darme cuenta en absoluto de que, en ocasiones, mis padres habían tenido dificultades financieras para proporcionarnos una crianza segura y cómoda de clase media. Mis primeros recuerdos son de mi madre leyéndome, su dulce y suave voz arrullándome para dormir con cautivadoras historias de Momotaro y Urashima Taro, junto con las Fábulas de Esopo y los cuentos de hadas de Hans Christian Andersen y los Hermanos Grimm. Ella me leía innumerables historias, pero cuando se trataba de hablar sobre su pasado, no tenía cuentos que contar.
Todo ese silencio duró décadas. Y luego, cuando mi madre tenía ochenta años y la demencia comenzó a afectar su mente, vinieron las explosiones. Una noche, en un acceso de paranoia agresiva, ella salió disparada de su cocina, moviéndose tan inestablemente con una mano en su andador y la otra mano empuñando un hocho, su afilado cuchillo japonés que fácilmente podría cortar huesos de pollo. Acusó a mis hermanos de intentar quitarle su hogar y los amenazó con el hocho, con una mirada salvaje en sus ojos como si fuera un animal atrapado.
Años después del fallecimiento de nuestra madre, mi hermano Randall y yo fuimos al Museo Nacional Japonés Americano (JANM) en Los Ángeles para estampar el Ireicho en recuerdo de ella y su familia. Más tarde recorrimos las exhibiciones del JANM y nos detuvimos en una reproducción de un cuartel de uno de los campos de concentración de los Estados Unidos. Randall y yo miramos esa exhibición, con nuestras mentes sumidas en profundos pensamientos. Al final, le dije: “¿Puedes imaginarte a la familia de mamá, los siete, viviendo en esa habitación tan estrecha? Apenas habría espacio suficiente para los siete catres y mucho menos para algo más”.
Hubo un silencio entre mi hermano y yo mientras ambos pensábamos lo mismo: ¿cómo habría soportado nuestra propia familia estar encarcelada en condiciones similares? Más tarde, mientras salíamos del museo, Randall dijo: “Si hubiéramos estado encerrados así, nos habríamos vuelto locos y nos habríamos matado entre nosotros”.
En cuanto a la Quinta Sinfonía de Beethoven, es posible que las personas estén familiarizadas con esas famosas notas de apertura, pero no necesariamente con toda la obra. El emocionante primer movimiento es seguido por un segundo movimiento lírico y un tercero melancólico, después de lo cual la obra termina de manera muy triunfante con los metales retumbando en una floritura conmovedora y llena de vitalidad de un final. De particular importancia es el hecho de que, aunque la sinfonía comienza en un tono menor, termina en un tono mayor. En palabras del propio Beethoven: “Muchos afirman que toda pieza en tono menor debe terminar en menor. ¡Niego! ...La alegría sigue a la tristeza, al sol, a la lluvia”.
Desearía que la vida de mi madre hubiera estado llena de mayor alegría y luz del sol, después de la dolorosa pena y la lluvia de su infancia. Desafortunadamente, el trauma que sufrió durante la guerra siempre fue una nube oscura en el horizonte distante, que sobrevolaba demasiado alto. Aún así, creo que, a lo largo de su mediana edad y su vejez, sintió mucho placer al ver a sus hijos y nietos llevar vidas con mucho menos obstáculos, con infinitamente más oportunidades que las que ella alguna vez tuvo.
Curiosamente, Beethoven escribió su última sinfonía, la novena, después de haber perdido la audición. Es decir, mientras vivía en un mundo de silencio, compuso una obra colosal que resuena con las verdades fundamentales de la humanidad y es considerada de una genialidad aún mayor que su famosa Quinta Sinfonía. Ahora me doy cuenta de que en el propio mundo del profundo silencio de mi madre se encuentran las verdades más profundas y complejas de su vida, todas estaban allí para que mis hermanos y yo las escucháramos, pero solo si escuchábamos con suficiente atención.
*Este ensayo fue publicado originalmente en Kioku (Febrero del 2024).
© 2024 Alden M. Hayashi