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Crecer con la comunidad nikkei

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Cuando era estudiante de La Unión, en una foto tomada por Perú Shimpo.

La relación del tecnólogo médico Pedro Ruiz con la comunidad nikkei nació en 1980, cuando tenía once años y su padre lo matriculó en el colegio La Unión.

La semilla, sin embargo, se plantó varias décadas atrás, cuando su papá estudiaba en el colegio Guadalupe e hizo amigos nisei.

Más adelante, durante sus estudios en la facultad de Medicina de la Universidad de San Marcos, trabó amistad con alumnos de origen japonés.

El tiempo avanzó, los jóvenes se graduaron de médicos y sus amigos nikkei lo invitaban a participar en las campañas de salud que anualmente se realizaban en La Unión.

A su papá le gustó la infraestructura del colegio. Además, sus vínculos amicales con nikkei, cultivados desde la niñez, alimentaron su interés por la cultura japonesa. Incluso llegó a estudiar por su cuenta un poco de japonés con un libro.

Así las cosas, decidió meter a sus dos hijos varones en La Unión. Al mayor de ellos, Pedro, algo le inquietaba en particular: ¿cómo iba a entender las clases si él no sabía japonés?


ENTRE EL ENRYO Y EL ARROZ CON GUTAPERCHA

Pedro descubrió con alivio que las clases se impartían en español. Ahora bien, había un curso de nihongo, así que antes de entrar al colegio estudió lo básico en el Centro Cultural Peruano Japonés (CCPJ) para intentar estar a la par con sus futuros compañeros.

No fue fácil lidiar con el nuevo idioma. Al principio le costó la pronunciación de los apellidos, como Higuchi, por ejemplo, que decía obviando la “h” (muda en el español), lo cual era fuente de vacile general. Tuvo que aprender que la “h” se pronuncia como la “j”.

Sin embargo, para mitad de año ya había agarrado viada con el nihongo; al final del periodo, estaba encarrilado como los demás.

Dicho esto, lo que más le sorprendió no fue el idioma, sino que cuando el profesor hacía una pregunta en clases, él, si sabía la respuesta, levantaba la mano para responder. Los demás no solían hacerlo.

Otros se abstenían de levantar la mano, aún sabiendo qué contestar, por cierto pudor característico en los nikkei.

“No es que yo era el único que sabía, sino que había cierto enryo. Eso es lo que me llamó la atención, que la gente se guardaba un poco”, comenta.

También le costó acostumbrarse a la comida. Menciona el makizushi, que sus compañeros llamaban con guasa “arroz con gutapercha” y que se ofrecía en eventos como los undokai.

Pedro encajó bien en el salón que le tocó. Nunca sufrió discriminación ni nada parecido por no tener ancestros japoneses.

Reencuentro con compañeros del colegio La Unión.


LA VARITA PARA CRECER DERECHO

En la comunidad nikkei se machaca día sí y otro también acerca de los valores, los principios que legaron los issei a sus descendientes. Antes no era así. Simplemente se practicaban, no había necesidad de hablar de ello porque era tan natural como un rayo de sol en verano.

Nadie cogía lo que no era suyo. Dejabas una mochila o lo que fuera, regresabas horas después y lo hallabas exactamente en el mismo sitio. Nadie se jactaba de la honradez porque era una práctica ordinaria. Pedro recuerda aquellos tiempos:

“A nosotros nunca nos dijeron ‘tienes que ser así, tienes que ser asá’. Nadie nos decía ‘devuelve lo que encuentres’, ‘no robes’. Podías encontrarte 10 céntimos y se lo entregabas al regente. Era normal”.

“Terminábamos de estudiar a las 3 de la tarde y todos dejábamos nuestras cosas en el estacionamiento; hay un murito en la pared que colinda con el colegio. Todo el mundo dejaba sus cosas allí. Yo entonces me iba a la banda,los scouts, (la revista escolar) Punto Aparte o alguna otra cosa. Me quedaba hasta tarde. Cuando regresaba, encontraba mi maleta solita ahí, ni por acá que alguien podía llevársela”, añade.

Con compañeros scouts en el colegio.

“¿Acaso había algún cartelito que decía: ‘Prohibido tocar’? No. Son cosas con las que vivías y eran normales”, enfatiza.

Cuando egresó de la Unión, descubrió que aquello que creía normal no lo era en otros colegios.

Una vez visitó una escuela y notó, con perplejidad, que a la hora del recreo los alumnos salían de las aulas al patio con sus mochilas. “¿Por qué?”, preguntó. “Porque se pueden pelar (robar) las cosas”, le respondieron.

La Unión fue fundamental en su formación moral. Cubrió su tránsito de la infancia a la adolescencia.

“Yo a La Unión le agradezco mucho eso. Cuando los árboles empiezan a crecer, ¿a veces no les ponen una varita para que crezcan derechos?”, pregunta. “Fue mi varita, porque ahí tuve todo”, dice sobre su colegio.

Además, contribuyó a que germinara en él el espíritu de servicio a los demás a través del movimiento scout y afianzó su fe católica. Allí hizo su confirmación y más adelante formó parte de Unión en Cristo, un grupo de jóvenes unioninos que catequizaban a los niños para su primera comunión.

En La Unión reafirmó su fe católica.

De su etapa unionina recuerda con gratitud y afecto a los profesores Pompilio Ramírez (también director), Felipe Tapia, Marta Páez y Juana Goto.

Se integró tanto que, una vez, durante una conversación entre compañeros, alguien dijo “el perujin...”, refiriéndose de manera poco favorable a un peruano sin origen japonés. Pedro saltó de inmediato: “Yo soy perujin”. “Nooo, tú eres como nosotros”, le dijeron. Lo consideraban un nikkei más. 


PERÚ SHIMPO Y EL KIMOCHI

Los lazos de Pedro con la comunidad nikkei se ensancharon en la década de 1990 cuando integró la redacción castellana del diario Perú Shimpo.

No lo buscó ni lo planeó, pues su cabeza estaba en sus estudios universitarios.

Como la periodista Ciria Chauca lo conocía desde su etapa escolar e incluso lo había entrevistado, lo llamó para que actuara como coordinador de alumnos corresponsales de los colegios nikkei La Unión, La Victoria, José Gálvez y Hideyo Noguchi.

Los estudiantes de estas escuelas encontraron en Perú Shimpo un espacio para hacer escuchar sus voces.

Este trabajo le permitió conocer a personas de quienes hasta hoy destaca su calidad humana, como Pedro Maeireizo, Juana Miyashiro y María Benavides, directores de José Gálvez, Hideyo Noguchi y La Victoria, respectivamente.

Fue una experiencia muy gratificante para él. “Mi vínculo con los colegios era muy bonito”, recuerda.

Ahora bien, Perú Shimpo sería solo una parada. Al menos eso creía. Sin embargo, poco a poco comenzaron a encargarle más cosas (recoge datos de esta actividad en el CCPJ, toma esta camarita y haz fotos, etc.) y así, sin imaginarlo, se quedó diez años. 

La experiencia más intensa que vivió como periodista fue la captura de la residencia del embajador de Japón en Lima por parte de un movimiento terrorista en diciembre de 1996 y el rescate militar de los rehenes en abril de 1997.

Iba casi a diario a la residencia para cubrir la noticia. Si no estaba allí, andaba pendiente de la radio por si acaso.

Recuerda que un día estaba en el cine, con un oído en la radio, cuando escuchó que probablemente habría una liberación de rehenes por Navidad y fue a la residencia.

Perú Shimpo estaba habituado a cerrar edición a las 6 o 7 de la noche, pero a veces había que rehacerla horas después si había alguna novedad con respecto a los rehenes.

Hasta que llegó el día de la liberación. Como el día de la captura, todo comenzó con unas explosiones. Se enteró por la televisión y salió volando de su casa. Un taxi lo dejó cerca del lugar.

“Todo era ‘¡pum, pum!’, de verdad parecía una guerra. Y yo corriendo. ‘¡Alto, alto!’, me gritaban los policías. Yo enseñaba mi credencial (de periodista). Hasta que llegué allí. Se especulaba: ‘Los terroristas están volándose a todos’; ‘no, son los militares’”. Aún había incertidumbre.

De pronto se apagan los ruidos de las detonaciones y “se escuchan gritos como de triunfo. Nos empiezan a decir: ‘¡Los han liberado (a los rehenes)!’. Hasta que sale el primer bus de los liberados. Todos sentíamos alegría porque la gente salía contenta, todos gritando ‘¡viva el Perú!’”.

La cobertura de la crisis de los rehenes plasmó —dice— el espíritu de Perú Shimpo. No se trataba solo de informar, de difundir datos, sino de llegar a los lectores, de calar en ellos, en gente que tenía dentro de la residencia a parientes o allegados.

“No era una redacción fría, sino con cuerpo y alma. Teníamos que poner ese plus, que supieran que estábamos allí, que Perú Shimpo estaba allí, que los estaba acompañando”, comenta.

Por eso, la experiencia fue “mucho más allá de solo periodismo, tenía un kimochi, una cosa muy especial”. 

Hablando en líneas generales, pone como ejemplo de esa cercanía entre el diario y sus usuarios, de una relación afectiva y profunda con la comunidad nikkei que trasciende largamente el lazo periodista-lector, a Ciria Chauca (con casi 40 años en Perú Shimpo) y Mario Teves (más de medio siglo en el periódico).

Perú Shimpo llegó a ser como una familia para él. Por eso se quedó más tiempo del que tenía previsto. Ya había culminado sus estudios y estaba listo para ejercer su carrera, pero decidió seguir, primero, por el centenario de la inmigración japonesa en 1999, y luego por el 50 aniversario del diario en 2000. “Mi sentimiento con Perú Shimpo es de gratitud. ¿Cómo dejas a tu familia cuando te necesita?”, dice.

Aquí volvemos a lo que dijo acerca de los valores que no se enseñaban o pregonaban, sino que se practicaban en La Unión: “Esas son las cosas que tú aprehendes de la colectividad peruano japonesa. Nadie te enseña, nadie te dice ‘tienes que ser’; tú ves esas vivencias, ese compartir, y los atraes para ti y empiezas a hacer eso”.

Dicho sea de paso, durante su etapa en Perú Shimpo tuvo la oportunidad de viajar a Japón para acompañar a miembros del colegio Hideyo Noguchi a un festival de música folclórica en Fukushima ken.

En Japón vivió una experiencia que comparte entre risas. Estaba con los japoneses que lo acogían cuando dijo “jidosha” para referirse a un automóvil. Todos estallaron en carcajadas. Él no entendía por qué, hasta que le explicaron que ya no se decía así, sino “kuruma”.

Cuando era periodista de Perú Shimpo, con la delegación del colegio Hideyo Noguchi en Japón.

Ese tipo de vivencias que solo podría entender un nikkei lo acercan más a una comunidad que le ha dado —sobre todo el colegio— algunos de sus mejores amigos.

Han transcurrido casi 40 años desde que salió de La Unión, pero aún recuerda la lista completa y en orden alfabético de los apellidos de sus compañeros de aula. Y para demostrar que no vende humo comienza a recitar:

“Amemiya, Aragaki, Chinen, Chumo, García, Goya, Guima, Harada, Heshiki, Higa, Higashionna, Higuchi, Inafuku, Kamisato, Kanashiro, Kitayama, Kitsutani, Maehira, Miyasato, Moromisato, Muñoz, Nakamoto, Nishimura, Noriega, Ruiz, Seragaki, Shimura, Shirakawa, Tamashiro, Tanaka, Tomioka, Tsunami, Yamasato, Yara, Ygari, Ynouye, Yrei”.

*FOTOS: archivo personal.

 

© 2024 Enrique Higa Sakuda

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Acerca del Autor

Enrique Higa es peruano sansei (tercera generación o nieto de japoneses), periodista y corresponsal en Lima de International Press, semanario que se publica en Japón en idioma español. Es coeditor y redactor de la revista Kaikan de la Asociación Peruano Japonesa.

Última actualización en julio de 2024

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