De la apertura en 1897 a la Guerra del Pacífico
La apertura de las relaciones diplomáticas entre México y Japón en 1888 permitió que las primeras oleadas de trabajadores japoneses llegaran a México a partir de 1897. A lo largo de estos 125 años, desde el arribo de los primeros 34 migrantes a Chiapas para levantar una finca cafetalera, el sendero de la migración ha estado empedrado por enormes dificultades. Es imposible concentrar en un breve artículo la historia de los inmigrantes que ya llegan hasta la quinta y sexta generación, por lo que mencionaré sólo ciertas circunstancias apoyándome en las historias de algunos de ellos que permitan ilustrar este largo recorrido.
Uno de los inmigrantes, casado con una mujer mexicana, poco antes de morir le recomendó a su hijo de doce años de edad lo siguiente: “Hijo tú tienes que pagarle a este país lo que yo le debo”. El pequeño que había nacido en Sinaloa en 1924, cumplió con creces, a lo largo de sus 94 años de vida, la recomendación de su padre. Me refiero al doctor Jesús Kumate Rodríguez quien se convirtió en un eminente infectólogo, formador de generaciones de médicos en universidades nacionales y extranjeras y que encabezó la Secretaria de Salud. Kumate puede representar el espíritu de trabajo y dedicación de las generaciones de inmigrantes y de sus descendientes que han vivido en México durante estos 125 años.
En esas primeras cuatro décadas del siglo XX, el sendero de los trabajadores inmigrantes en México no sólo fue de enormes sacrificios y esfuerzos, sino que enfrentó un ambiente hostil impulsado desde Estados Unidos que consideró a los trabajadores en todo el continente como parte de un “ejército invasor” del imperio japonés. La demanda de fuerza de trabajo que no podía ser cubierta por la población local, orilló a que los inversionistas norteamericanos propietarios de minas, ferrocarriles y plantaciones azucareras buscaran trabajadores en Japón para que los apoyaran en el crecimiento acelerado de sus negocios. Los inmigrantes llegaron a México ante el ofrecimiento de mejores salario y condiciones de trabajo que no se ofrecían en la isla. A lo largo de las dos primeras décadas del siglo, cerca de 10 mil trabajadores arribaron a México y se concentraron mayoritariamente en los estados de Baja California, Sonora, Sinaloa, Coahuila, Chihuahua, Jalisco, Chiapas y la ciudad de México.
Los inmigrantes al lado de trabajadores mexicanos, construyeron miles de kilómetros de las vías férreas que unirían Colima y Guadalajara, haciendo una conexión con la frontera en Estados Unidos y la ciudad de México. Otra oleada de japoneses se dirigió a las minas de cobre de Cananea en Sonora, a las de carbón de Coahuila y a la explotación de caña de azúcar en el sureste de México. A la plantación “La Oaxaqueña”, al sur de Veracruz, llegaron centenas de ellos en 1906. El dulce que se producía de la caña se convirtió en amargura, situación similar a la que vivieron los inmigrantes en las minas carboníferas del norte del país, pues en ambos lugares fallecieron decenas de trabajadores, inmigrantes y mexicanos, debido a las largas jornadas de más de 12 horas diarias de trabajo, sin días de descanso y a las condiciones de insalubridad que privaban en esos lugares.
La situación en general de la clase trabajadora en todo México condujo a protestas y huelgas que desembocaron en el levantamiento contra la dictadura de Porfirio Díaz durante la revolución de 1910. A los distintos ejércitos revolucionarios se unieron, entre otra decena de inmigrantes, Antonio Yamane quien fue capitán del ejército constitucionalista de Venustiano Carranza, José Tanaka que ascendió a teniente en las filas del general Álvaro Obregón y Kingo Nonaka en al ejército de Pancho Villa.
Los inmigrantes se fueron integrando a las dificultades del México de principios de siglo tanto como a sus fiestas y tradiciones. Poco antes del estallido de la revolución, en septiembre de 1910 los japoneses participaron en las celebraciones del primer centenario de la Independencia de México. El gobierno japonés envió una gran exposición que se montó en el Palacio de Cristal (hoy conocido como Museo del Chopo). En este recinto los inmigrantes japoneses elaboraron un jardín estilo japonés realizado por un inmigrante, Tatsugoro Matsumoto. La exposición y el jardín generaron una gran impresión en los miles de asistentes que se acercaron a la cultura de Japón mientras que los inmigrantes se sumaron a la alegría de la población que ruidosamente celebraría cada año la independencia nacional.
Otro momento importante que profundizó la relación de los japoneses con México fue el rechazo de los inmigrantes para demandar una indemnización al gobierno mexicano por la destrucción que la revolución causó a sus bienes y propiedades. Esta negativa contrastó profundamente con la exigencia de ciudadanos norteamericanos e ingleses que mediante sus gobiernos solicitaron cantidades cuantiosas de dinero al presidente Álvaro Obregón (1920-1924). Los inmigrantes japoneses en Chiapas señalaron que formaban parte del pueblo mexicano por lo que no era admisible que recibieran tal compensación. El gobierno de Obregón, además de agradecer tal gesto, destinó el dinero de la indemnización a los miles de damnificados del gran terremoto de Kanto que destruyó las ciudades de Tokio y Yokohama en 1923.
Otro hecho importante a destacar fue que al estallar la guerra entre Estados Unidos y Japón en 1941, las comunidades de japoneses fueron reubicadas en las ciudades de Guadalajara y México a solicitud del gobierno norteamericano. No todos los inmigrantes fueron concentrados, fue el caso de los pioneros en Chiapas a los que en un principio se les permitió permanecer en sus lugares de residencia; sin embargo, en 1944 fueron trasladados a la ciudad de México. En ese momento el biólogo Eiji Matsuda, quien había llegado a Chiapas en 1922, envió una carta al presidente Manuel Ávila Camacho para solicitarle que los concentrados regresaran pues realizaban una importante actividad de alfabetización en la entidad. El gobierno autorizó en ese momento el regreso inmediato de los japoneses que así lo desearan, entre ellos Matsuda, quien siguió ejerciendo su actividad docente y de investigador de la flora chiapaneca. Esta labor, reconocida ampliamente por la Universidad Nacional, lo llevó a identificar y clasificar a más de 800 especies de cactáceas y plantas, actividad que realizó hasta su muerte en 1978.
A lo largo de estas primeras décadas, las primeras oleadas de inmigrantes se fueron arraigando en los lugares donde trabajaban. A partir de 1920 buscaron a las que serían sus esposas y compañeras. Sin conocerlas de manera personal, mediante cartas y fotografías que enviaron a Japón, les ofrecían a las futuras jóvenes consortes formar una familia y un lugar en donde vivir y trabajar al lado de ellos. Los inmigrantes quedaron plenamente instalados en diversos estados del país, en esos lugares nacieron sus hijos y las comunidades lograron echar raíces y mantener profundas relaciones con las poblaciones locales. En diversas partes de México, las comunidades de japoneses formaron un gran mosaico, diverso y amplio, que se fue adaptando a las costumbres y modos de las regiones donde vivían. En estos lugares crearon y recrearon una cultura transnacionalizada propia, fruto del capital cultural con el que venían arropados y del que fueron adquiriendo a lo largo de estos años.
Al estallar la guerra, en los Estados Unidos los inmigrantes y sus hijos fueron enviados a campos de concentración. En México, a petición del gobierno norteamericano, las comunidades que vivían cerca de esa frontera fueron obligadas a trasladarse de inmediato a las ciudades de Guadalajara y México durante el invierno de 1941 y 1942. Sin duda, la concentración en esas ciudades representó para los japoneses y sus hijos un penoso reinicio de la inmigración en condiciones de persecución política y racial. El traslado, por otro lado, mostró de manera evidente el apoyo con el que contaban los inmigrantes por parte de las poblaciones locales que enviaron cartas al gobierno central para que se revirtiera la orden de movilización. La reubicación de las comunidades dispersas en todo el territorio, permitió sin embargo crear una comunidad más sólida al estar unidos y potenciar los lazos de solidaridad y apoyo mutuo en los lugares de concentración. Como fruto de estos esfuerzos comunitarios surgieron las diversas escuelas que los inmigrantes crearon para que sus hijos aprendieran la lengua y la cultura japonesa. Esta formación reforzó en los niños las capacidades que obtenían en las escuelas primarias y secundarias públicas a las que también asistían. Con esta sólida formación ingresarían y destacarían posteriormente en las grandes y prestigiosas universidades gratuitas que estas dos grandes ciudades ofrecían.
Mientras que la concentración en México permitió que la comunidad de japoneses se educara y posteriormente progresara económicamente, la población en Japón tuvo que soportar una larga etapa de miseria y hambre que se prolongó muchos años después de 1945. Esa terrible situación que enfrentó el pueblo japonés también la tuvieron que aguantar los hijos de inmigrantes que se encontraban en Japón en ese entonces y que quedaron atrapados durante la conflagración.
La separación de las familias de los inmigrantes durante la guerra tal vez fue el hecho más doloroso. Niños y jóvenes de estas familias que se encontraban en Japón perdieron todo contacto con sus padres. Ernesto Matsumoto, hijo de Sanshiro Matsumoto; los cuatro hijos de Zenzo Tanaka, radicado en Sonora; los tres hijos de Fernando Hiramuro, procedentes de Guadalajara y que lograron sobrevivir a la bomba atómica de Nagasaki, son algunos ejemplos de estos casos.
Si hasta el inicio de la guerra los inmigrantes guardaban la ilusión de regresar a Japón, esta idea quedó totalmente descartada. Las comunidades en México no sólo se dieron a la tarea de construir de manera definitiva un futuro en el país que los había recibido, sino tuvieron que ayudar a sus padres y hermanos en Japón, enviándoles ropa, comida y medicinas.
© 2022 Sergio Hernández Galindo