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Sembrar en Japón, cosechar en Perú

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Con sus padres y su hermana en Aichi, Japón, en 1995. Foto: Archivo de Jorge Vargas Tsuruda

La primera experiencia de Jorge Vargas Tsuruda en Japón fue alucinante. Era un adolescente (aún estaba en el colegio) y había viajado al país con su hermana, también escolar, para visitar a sus padres, ambos dekasegi.

Creyó que serían unas vacaciones, pero fueron dos meses de trabajo. Ni siquiera tuvieron tiempo para aclimatarse. Llegaron un fin de semana y el lunes ya estaban trabajando. Fue “una cosa bien loca”, recuerda. 

El primer choque fue el crudo invierno japonés. El segundo, exprimir el cuerpo para ganarse el pan en la fábrica de un país que le resultaba completamente ajeno (en idioma, cultura, comida, todo), sobre todo en un chico sin pasado laboral.

Sus padres los pusieron a trabajar atendiendo a la lógica. ¿Qué harían un par de adolescentes mientras sus padres laboraban? ¿Ver televisión en una lengua que no entendían (era principios de la década de 1990, no había internet)? ¿Salir a pasear en un pueblito donde no había nada que ver? ¿Estar encerrados todo el día en el apato sin hacer nada?

Concluidas sus vacaciones escolares, los hermanos volvieron a Perú para reanudar sus estudios.

Para Jorge, esa primera experiencia fue un aperitivo de lo que vendría después: 12 años en Japón en los que fue obrero, estudiante de nihongo, universitario, intérprete, aikidoka, cargador de máquinas pesadas, anfitrión en cines; donde vivió en grandes ciudades y en una montaña, fue maltratado por nipones desacostumbrados a la interacción con extranjeros y acogido con simpatía por profesores japoneses de espíritu abierto, aterrizó soltero y monolingüe y se fue casado y bilingüe... 


DE LA FÁBRICA A LA ESCUELA

Cuando la hermana mayor de Jorge acabó la secundaria en Perú viajó a Japón a reunirse con sus papás. Un año después, él egresó del colegio y siguió sus pasos. Tenía 17 años.

Trabajó en una fábrica de autopartes. No duró mucho, unos nueve meses. No era lo suyo. “Estar todo el día en una fábrica haciendo lo mismo...Había otros peruanos, pero eran mayores, gente de mi edad casi no había.Todos estaban acostumbrados a ese ritmo de vida, como que resignados:ir temprano, hacer su jornada, si se podía hacer horas extras, juntar dinero,ahorrar lo más que se pudiera o enviarlo a Perú.Todos tenían esa mentalidad.A mí no me gustaba esa idea porque me parecía muy simplona, muy triste”, dice.

Para él era la mar de aburrimiento. Sin olvidar el feo trato. Cuando los japoneses le enseñaban a hacer algo y él no lo hacía bien, “se molestaban y te tiraban las cosas, te arranchaban las cosas de las manos”.

Harto, renunció al trabajo, pero no para ir a otro. Se mudó a Osaka para estudiar en una escuela de idioma japonés. En la fábrica no lo aprendió, así que llegó en cero.

Fue un cambio brutal (en el mejor sentido). 

Para comenzar, el trato era mejor. Los profesores eran comprensivos y, en general, la gente en Osaka mostraba mayor apertura.

La escuela era una mini Naciones Unidas. La mayoría de alumnos procedía de China, Taiwán y Corea del Sur. También había estudiantes de Mongolia, Malasia, Singapur, Vietnam, India, España, Argentina, etc.

Casi todos estudiaban japonés para llegar a una universidad en Japón. Eran jóvenes extranjeros con ambiciones, llenos de energía, un entorno vibrante, muy lejano de la mustia atmósfera fabril.

La escuela significó también independencia: vivir solo, a su aire, un salto cualitativo a la adultez.

En el ámbito académico, además de estudiar propiamente nihongo, llevaba cursos como matemáticas, historia y ciencias en japonés.

A Jorge le gustaba la escuela, pero no tenía un plan. Con aprender japonés y no estar en una fábrica le alcanzaba mientras tanto.

LA UNIVERSIDAD, OTRO MUNDO

El plan comenzó a delinearse poco antes de salir de la escuela. Allí no solo te enseñaban japonés, también te preparaban para el futuro. ¿Qué carrera piensas seguir? ¿Cuál se acomoda mejor a tus inclinaciones o capacidades? En función de ello, ¿qué universidades calzarían con tus intereses?

Gracias a la guía de sus profesores, Jorge encontró su carrera: relaciones internacionales. Tres universidades figuraban en su menú de oportunidades e ingresó a la de Shizuoka.

Tras superar el noryoku shiken, la prueba de dominio de idioma japonés, aprobó el examen escrito y la entrevista oral en la universidad.

Su primer gran desafío como universitario fue el idioma. Sí, lo había estudiado dos años y refrendado su conocimiento en el noryoku shiken, pero se dio cuenta de que no había aprovechado al máximo su periodo en la escuela de Osaka. Había asimilado bien la teoría, pero no practicado nihongo. En las clases todo era japonés, pero apenas finalizaban volvía al español con sus compañeros hispanohablantes. Y a veces se aventuraba con el inglés para comunicarse con otros estudiantes.

En la universidad no había otros hablantes de español y la exigencia era mayúscula. La biblioteca se convirtió en su refugio después de clases para intentar entender mejor las lecciones y andaba de arriba abajo con varios diccionarios (japonés-español, español-japonés, de kanjis).  

Ayudó mucho la existencia de un club de estudiantes de la carrera, tanto japoneses como extranjeros, donde los primeros tenían la oportunidad de conocer las culturas de los países de procedencia de los segundos, y estos de practicar su japonés con aquellos y plantearles consultas acerca de los cursos.

Era un valioso espacio cultural, académico y social que fomentaba el intercambio entre unos y otros.

La inmersión cultural se ahondaba con los festivales gastronómicos, cuando todos se mezclaban no solo para probar la comida de los otros (chinos, coreanos, singapurenses, etc.), sino también para colaborar en su preparación. Recuerda con delectación un plato malasio de curry con leche de coco.

Su etapa universitaria no solo le abrió las puertas a otras culturas. Sin buscarlo, lo acercó a la suya.

Un día se enteró de que había un peruano, pariente lejano, que estudiaba en otra universidad en Shizuoka. Comenzaron a frecuentarse y su familiar lo invitó a integrar un grupo de música andina con unos japoneses.

Jorge no sabía nada, pero los japoneses le enseñaron a tocar la zampoña. Se ríe cuando lo recuerda.

Cuando formaba parte de un grupo de música andina en Shizuoka, en 1997. Foto: Archivo de Jorge Vargas Tsuruda    

Gracias a este pariente también comenzó a hacer ciclismo. Y a lo grande: un verano ambos fueron en bicicleta de Shizuoka a Hokkaido (aunque algunos tramos lo cubrieron en tren).

“Bien loco ese viaje”, rememora. La experiencia lo marcó tanto que cuando acabó la universidad decidió que así como había ido en bicicleta hasta la prefectura más septentrional de Japón, ahora iría hasta la más meridional, Okinawa.

En 2000 se graduó de la Universidad de Shizuoka. Foto: Archivo de Jorge Vargas Tsuruda  

Llegó hasta Wakayama, donde jamás imaginó que pasaría los siguientes dos años de su vida.


AIKIDO EN LA MONTAÑA

Durante su trayecto a Okinawa, cada vez que llegaba a un sitio nuevo, Jorge preguntaba a sus residentes qué lugares le recomendaban para visitar.

En Wakayama le dijeron que había un dojo situado en una montaña donde se practicaba aikido. Había tenido una breve experiencia con este deporte, así que se animó a ir. Le gustó, lo invitaron a entrenar y se quedó a vivir allí.

Llevaba una vida disciplinada y austera, entre la práctica y el trabajo, que comenzaba alrededor de las 5 de la mañana, cuando sus compañeros y él se despertaban para limpiar el baño.

Entrenaba por la mañana, hacía arubaito por la tarde y en la noche volvía a practicar aikido. Unos tres meses después, dejó el dojo para mudarse a un ryokan, pero continuó yendo a los entrenamientos. Y así transcurrieron dos años.

Jorge vivía el día a día, de manera espontánea. Lo que salía, salía. Egresó de la universidad sin tener claro qué hacer a continuación y mientras decidía qué rumbo darle a su vida hizo arubaito durante unos meses para financiar su viaje a Okinawa.

Ya sabemos que no llegó a Okinawa, pero en Wakayama consiguió algo más importante. Sometido al rigor de la práctica de un arte marcial, lejos del barullo de las grandes urbes, sumergido en el silencio de la montaña, reflexionó a fondo sobre su vida y ese fue el primer paso para reconciliarse con sus padres.

Se había distanciado de ellos cuando estaba en la universidad. Cortaron comunicación tras una fuerte pelea sobre su futuro. En el dojo le inculcaron la importancia del respeto a los padres, los mayores, los antepasados. Las enseñanzas calaron en él y poco a poco comenzó a retomar la relación con sus papás. 

La vida de Jorge pos-Wakayama se caracterizó por una amplia variedad de empleos: trabajó en restaurantes, en un complejo de cines donde tenía que dar la bienvenida al público y anunciar las películas que se proyectarían,en una empresa que prestaba servicios a extranjeros (venta de pasajes y computadoras, intermediación para la compra de celulares y la firma de contratos con operadores japoneses), etc.

Con su esposa y su hijo en 2023. Foto: Archivo de Jorge Vargas Tsuruda

También se casó y con su entonces esposa planificaron el retorno a Lima para tentar una plaza en la Academia Diplomática. No pudo debido a la imposibilidad de convalidar en Perú sus estudios en la Universidad de Shizuoka. Pero si una puerta se cerró, otra se abrió: la Cámara de Comercio e Industria Peruano Japonesa, donde trabaja desde 2007 (y como gerente general a partir de 2014).


JAPÓN, PATRIA ADOPTIVA

Jorge Vargas vivió 12 años en Japón. ¿Cómo se ven a la distancia? “Ha sido una cosa bien loca.Yo cuando estaba acá en Perú jamás pensé que iba a ir a Japón.Es más, yo no quería saber nada de Japón”, responde.

¿La razón? “Yo tenía cierta aversión porque mi abuela materna veía con malos ojos a mi papá (por no ser nikkei). Recién cuando mi hermana y yo nacemos es que mi abuela se acerca un poco más a la familia”.

La percepción de su abuela cambió muchos años después, cuando toda la familia ya estaba en Japón. La invitaron a visitarlos y para entonces “ella ya lo consideraba a mi papá bien. Veía que era otro tipo de persona, no lo que ella imaginaba. Tenía una muy mala imagen de los peruanos, siempre hablaba cosas muy negativas de los peruanos. Yo pensaba que como mi abuela eran todos los japoneses y no quería saber nada”.

En 1998 fue invitado a hablar sobre Perú en una escuela de primaria en Shizuoka. Foto: Archivo de Jorge Vargas Tsuruda

El contraste entre sus familias paterna y materna no hacía más que reforzar esa impresión: “Mientras que la familia de mi papá (él es de Cajamarca) era muy alegre, de reunirse, de verse a cada rato, hacer fiestas, todo muy alegres, de bromas, en la de mi mamá todos siempre paraban peleados,que porque una se había casado con un chino, que la otra se había casado con un negro... En mi mente era: todos los japoneses son así y todos los peruanos son así. Me quedé con esa imagen de chico”.

Así llegó a Japón, un país al que le tenía ojeriza y que acabó queriendo. “Cuando llego a Japón, al principio estaba con eso de que ‘no quiero estar acá, no quiero saber nada de este país, no quiero saber nada de su cultura, de su idioma’, y al final termino adaptándome, adoptando esa cultura”.

Se siente muy agradecido con Japón. Lo ayudó a crecer como persona, le dio el idioma que hoy es su medio de sustento y le permitió entender mejor a sus padres, el sacrificio que ambos hicieron para ofrecerles un buen futuro a sus hijos. Siempre lo apoyaron en sus estudios en Nihon (económica y moralmente) e incluso cuando él flaqueaba y rondaba por su cabeza la idea de abandonar la universidad, ellos lo convencían de seguir. “Tengo un montón que agradecerles”, dice.

Jorge también resalta haber tenido como pocos la oportunidad de enriquecer su vida ocupando diversos estamentos en Japón: fue obrero, oficinista, estudiante y, tiempo después, becario (sobre esto dice: “Totalmente distinto (en comparación con su etapa dekasegi). Te tratan como si fueras, no un dios, pero mucho mejor. Con mucho más respeto, te sientes muy bien atendido. La forma en que te hablan es distinta”).

Japón también lo aproximó a su identidad nikkei, aunque no sin baches en el camino: “Yo me sentía a veces un poco raro en Japón cuando había otros peruanos porque los que eran nikkei no me veían como nikkei. Y los que eran peruanos me veían como peruano, pero yo no me sentía como ellos porque muchos eran con apellidos comprados. Entonces yo pensaba, dentro de mí, ‘yo no soy parte de tu grupo porque yo sí soy nikkei’,pero cuando estaba con los nikkei yo sentía ‘yo no soy parte de tu grupo porque tú no me ves como nikkei’. Una cosa rarísima”. 

En Perú construyó una relación con la comunidad. No fue fácil. Recuerda que al principio, cuando estaba en un ambiente nikkei y se presentaba como Jorge Vargas, lo miraban como diciendo “este qué hace acá”. Pero cuando añadía Tsuruda, el apellido que lo acreditaba como nikkei, la mirada de los demás cambiaba, se hacía acogedora, cómplice, eres uno de los nuestros.

Por eso, como una manera de rebelarse contra los prejuicios, durante muchos años se resistió a mencionar su apellido materno cuando se identificaba. Solo era Jorge Vargas. Ahora, sofocada la revuelta interna, en paz con todo y con una vida plena, ya es Jorge Vargas Tsuruda.

 

© 2023 Enrique Higa Sakuda

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Acerca del Autor

Enrique Higa es peruano sansei (tercera generación o nieto de japoneses), periodista y corresponsal en Lima de International Press, semanario que se publica en Japón en idioma español. Es coeditor y redactor de la revista Kaikan de la Asociación Peruano Japonesa.

Última actualización en julio de 2024

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