No lograba entender a mi amiga Emilia. La llevé a pasar las vacaciones a la casa de mi abuela, en Santos, con la esperanza de que hiciera uso de sus conocimientos de la lengua japonesa, ya que yo no tenía casi ninguno. O ninguno en absoluto.
Pero después de unos minutos de conversación, ella me llama aparte y suelta el comentario: ¡No entiendo lo que dice tu abuela!
- ¿Cómo es eso? ¡Me dijiste que sabías hablar japonés!
- Sí, sé, pero ¡no entiendo nada de lo que dice!
Emilia tenía razón: mi abuela hablaba uchinaguchi, el dialecto de Okinawa. Únicamente más tarde descubrí que lo que oía de ella no era exactamente "japonés". Y que, entonces, yo era una analfabeta bilingüe. No sabía nihongo ni uchinaguchi.
Otra dicotomía en mi vida. Si antes tenía que lidiar con las diferencias entre gaijins y nihonjins, ahora tenía que discernir entre las que existían entre los naichis (descendientes de la isla principal, como Emilia) y los uchinanchus (oriundos de Okinawa).
Pero no hay nada original en esta historia mía. De hecho, es muy común. Cuando nací, mis abuelos paternos ya no estaban aquí (pensaba que vivían en el Butsudan) y mis abuelos maternos vivían en Santos. Mis padres sabían nihongo, pero recurrían al dialecto okinawense para conversar entre sí y al portugués para hablar con sus hijas. Cuando hacían cálculos, utilizaban el nihongo, cuando estaban enojados, el regaño era en uchinaguchi: Sugurarin-do! Yana warabata... (Conocía bien esta frase: ¡ya van a ver, eh! ¡Qué niños terribles!...). Mis hermanas mayores, que habían convivido con los abuelos, entendían su idioma nativo. Pero yo, la quinta hija, penúltima de una camada de seis mujeres, no tuve la oportunidad. Sólo tenía el repertorio de supervivencia. Por lo tanto, lo que no se decía en portugués pasaba por mis oídos sin procesarse.
No veía en mis padres ninguna preocupación (o intención) por transmitir la lengua oficial japonesa o incluso el dialecto a sus hijas. No frecuentamos el nihongakko, ni se nos incentivaba a hablar dentro de casa. Una ruptura drástica que, estoy segura, no fue premeditada. No era propio de ellos intelectualizar la vida. Nunca les pregunté la razón porque sabía que no tendrían respuesta. Pero era algo restringido a la lengua (tal vez un trauma de los días vividos durante y después de la Segunda Guerra Mundial, no sé) porque las otras tradiciones siguieron el curso normal dentro de la casa.
Recuerdo la gran cantidad de veces que mi padre, en sus pocos momentos de ocio, trató de traducirme las letras de las canciones que escuchaba en sus discos de setenta y ocho rotaciones. Marchas de guerra japonesas, canciones folclóricas, enka - sonidos y letras que lo dejaban con una mirada lejana, soñando con una tierra y un pueblo que en realidad no conocía. Después de todo, llegó al Brasil con tan solo un año de edad.
Y yo, que pensaba que no tenía nada que ver con todo eso, me iba deslizando por la silla hasta desaparecer por debajo de la mesa y encontrar un atajo para huir de la sala.
Durante mucho tiempo pensé que era bueno no hablar el idioma de mis padres. No tenía acento y, hasta cierto punto, eso me hacía inmune a las burlas en la escuela, en una época en la que había vestigios de prejuicios contra los japoneses y sus descendientes. Yo quería ser una gaijin.
Pero era vergonzoso, ante mis iguales, no entender una lengua coherente con mis ojos rasgados. Me sentía un poco como una desertora. "Gomennasai nihongo wakarimasen" era mi salvoconducto en la zona de incomodidad.
Desperté a la importancia de la lengua de origen cuando, un día de ceremonia, ante el Butsudan, mi mirada paseando con el humo del incienso, me di cuenta de que las dos primeras generaciones de mi familia se habían convertido en uyafafudi. Antepasados...
No pude evitar pensar que la próxima generación que tendría fotografías dentro del oratorio de madera oscura sería la mía.
En la fila intuitivamente jerárquica (los mayores siempre van adelante) miré hacia atrás y vi a dos generaciones aguardando impacientes su turno de ofrecer los ossenkos. Allí, en medio del campo, sentí que era necesario transmitir a aquellos frenéticos digitadores de celulares y dedicados cazadores de Pokémon el significado de lo que parecía ser un ritual a cumplirse por obligación. Pero que, en realidad, era la alegoría de la historia de nuestra familia. Algo a rescatarse con urgencia debido a que los testigos oculares estaban callando.
Ya no hay a quién hacer preguntas. Sumergida en fotos, documentos y objetos de la familia, empecé a tratar de desentrañar esa historia, sintiendo una irritación inédita por mi desconocimiento de la lengua japonesa. Porque desde el pasaporte de mis abuelos, de fecha 1918, a los ihais centenarios y al árbol genealógico logrado por alguien, los ideogramas, indescifrables para mí, se convirtieron en un obstáculo cotidiano. Y el arrepentimiento, en una compañía implacable.
Hoy tengo que buscar en YouTube los subtítulos de las canciones que mi padre escuchaba y dar gracias a Dios que a alguien le importaron. Porque así aprendo un poco más de aquel narrador de historias que no era muy bueno en hablar explícitamente de sus propios sentimientos. Un poco tarde, lo sé.
Google Apps y voluntarios de carne y hueso han sido mi perro guía en el camino casi en la oscuridad por la lengua japonesa. Pero a veces me sorprendo comprendiendo algunas palabras. Hay un tipo de eslabón que me hace comprenderlas con mayor claridad que las mismas traducciones. Un sonido afectivo que parece estar grabado en algún lugar dentro de mí y que me hace reconocer la voz de mis antepasados. No sé decir qué es. Pero sé lo que me dijeron un día.
Y persiguiendo con los ojos la espiral del humo del ossenko, escucho a mi padre acunándome: Wa-ta fun-de-chan, ni-ni-shio...
Y me calmo. Porque sé que él me dice: duerme, mi caprichosita...
Y entonces sé que esta ansiedad pasará. Y voy a poder contar la historia de esta familia. En portugués. Gomennasai nihongo wakarimasen.
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Nuestro Comité Editorial seleccionó este artículo como una de sus historias favoritas de serie Nikkei-go. Aquí está el comentario.
El comentario de Laura Hasegawa
Estamos orgullosos del número significativo de trabajos de nikkeis brasileños que compiten en el Nikkei-go! Son 11 autores y 13 crónicas de las más diversas, cada cual abordando temas interesantes y motes divertidos en una gama de cualidades inherentes. ¡Pero nuestra misión es elegir sólo uno!
Seleccionamos un relato de belleza singular, profundamente sincero al hablar del legado de los antepasados y que transmite una sensación de nostalgia y de arrepentimiento por “algo” que no debería haberse perdido... La autora Heriete Setsuko Shimabukuro Takeda en su Gaijin supo retratar lo que muchos nikkeis buscan rescatar, que es la herencia dejada por los antepasados y, lo que también es importante, transmitir esta cultura heredada a las nuevas generaciones.
© 2016 Heriete Setsuko Shimabukuro Takeda
La Favorita de Nima-kai
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