Cuando contrataron a Geró para cocinar para mi familia no tenía idea de la revolución que causaría en nuestras vidas. Originaria de Minas Gerais, cocinera “práctica” (como ella misma se presentó), llegó con la intención de complacer a todos con sus maravillosas recetas. Se encontró con mi madre, que era casi una desvergonzada a la hora de determinar los menús.
La situación merece una breve historia.
Entonces éramos nueve. Padre, madre, seis hijas y una ayuda muy fuerte. Más que una familia, formábamos un equipo de trabajo para un pequeño negocio que había evolucionado desde una minúscula tienda de mercería hasta un embrionario supermercado. El hogar y el trabajo estaban confundidos. En el edificio de esquina de dos pisos, el shigoto ocupaba la planta baja y la casa el piso superior. Uniendo ambos, una escalera a la que se accede a través de una puerta oculta, casi camuflada, junto al frigorífico de helados. Subir o bajar esos veintiún escalones fue todo el tiempo que tuvimos para cambiarnos de vestuario. El negocio prosperó, el trabajo aumentó, la casa quedó relegada a un segundo plano, hasta que ya no hubo forma de evitarlo: llenar la barriga de aquel pequeño batallón era una tarea a subcontratar.
Así apareció Geró. Morena, sonriente, de formas redondeadas, llena de dignidad y conocimiento culinario. Tu primer susto en la cocina: el arroz redondeado sólo se debe cocer en agua. ¿Sin sal? ¿Ni siquiera petróleo? ¿Ni siquiera un poco de ajo?
- Lo lavas muy bien, lo escurres y luego le echas agua hasta aquí – dijo mi madre, señalando la primera línea de su dedo medio que tocaba ligeramente la superficie del arroz.
- ¿¡Y los frijoles!? ¿También es sin sal?
- ¡Claro que no, hay que moderarse! Saltear el ajo y la cebolla en aceite...
- Ah, ya sé hacer eso – interrumpió Geró, indignado - ¡Qué alivio! Pensé que también estaría sin condimentar...
La autoridad de mi madre y la astucia de Geró acabaron sincretizando el menú de la casa. Con el tiempo, el shiro gohan , frijoles, bistec y ensalada de lechuga y tomate aderezado con salsa de soja se convirtió en el plato básico de la familia. Nuestro teishoku . Nuestro plato listo.
Geró introdujo el pastel de harina de maíz con café como merienda, introdujo el arroz “unidos venceremos” para el almuerzo e incorporó salsa de soja a su receta de carne en olla. Pero la sopa de repollo...
- Colocas este trozo de carne ENTERO en el caldero lleno de agua y cocinas. Va a tardar mucho. Cuando la carne esté blanda la condimentas con cebolla, miso y salsa de soja . Corta las patatas, tíralas, luego rompe ese manojo de repollo y agrégalos allí también.
- Pero, doña Júlia, ¿no corta usted la carne? ¿Cómo se contagiará la gente?
- No es para atrapar. Mañana lo desmenuzas, lo sazonas con salsa de soja y lo sirves para el almuerzo junto con los frijoles.
Geró, que seguramente también conocía el significado de poca abundancia, no quedó satisfecho con aquella receta. Pero no había manera, la sopa de repollo era innegociable. Fue casi un homenaje, un ritual en memoria de la extrema pobreza, cuando mi abuela usaba el mismo kilo de carne para hacer sopa durante varios días, reemplazando el repollo por otro y otro, hasta perder el sabor. Una sopa fina, que cada día perdía su sabor. Eso fortaleció el espíritu. En ella todavía encuentro la fuerza de mi familia hasta el día de hoy.
Un día supe que no era la receta exclusiva de mi abuela. Que otros obatianos también hacían sopa de repollo. O escarola. O lo que fuera que tuvieran a mano en sus jardines. Y entonces me di cuenta de que somos una tribu.
Pero volvamos a Geró. Logró introducir ajo y pasta en la receta. Cómo lo hizo, no lo sé, pero lo cierto es que hasta la emblemática sopa sufrió su influencia.
Por esa cocina pasaron muchos otros Gerós. Algunos asimilaron el arroz japonés, otros no. A algunos les gustó el pescado crudo, otros ni siquiera lo probaron.
Hoy, cuando entro en un asador en São Paulo y veo abundante sushi de salmón en el buffet o cuando estoy en un restaurante japonés y noto la cantidad de occidentales que manejan los palillos con soltura, siento una especie de alivio. Porque hubo un día en que pensé que sería un eterno extranjero en la tierra donde nací. Pero veo frente a mí, en mi mesa, que los horizontes se han ampliado. Como arroz suelto y frijoles para el almuerzo y por la noche, gohan con sopa de miso . Tomo café, tomo té verde y celebro el nombre del barrio japonés de mi ciudad: ¡Liberdade!
Y cuando me despierto con ganas de recordar a mi tribu, hago sopa de repollo y dejo ese gran trozo de carne intacto para hacer carne desmenuzada al día siguiente. Echo de menos. Siento que pertenezco. Recuerdo quién soy.
© 2017 Heriete Takeda
