Mi mejor amiga Brenda notó recientemente que nosotras y nuestros padres somos una generación en vías de extinción. Nosotras somos las hijas de papás soldados estadounidenses y de mamás japonesas. Estos soldados se enamoraron del Japón y de nuestras mamás, mientras prestaban servicio militar al final de la Segunda Guerra Mundial, y trajeron a sus novias de vuelta a casa a los Estados Unidos. Mis padres, ambos han fallecido, al igual que el papá de Brenda. Su mamá tiene ahora 80 años.
Brenda y yo somos hijas únicas y somos más como hermanas que amigas. Decimos que somos mitad japonesas y mitad sureñas, y que nuestros papás fueron verdaderos hijos del sur, nacidos y criados en el Tennessee y el Mississippi rurales. Mientras que el ser japonesa trae consigo su propia identidad cultural, también lo es el ser del sur, a través del lenguaje, la comida, y la música, entre otras cosas. No se está estereotipando cuando se nota que decimos muchos “y’all” y que a veces hablamos con un timbre nasal; como nuestros papás, amamos el té dulce, las barbacoas y todas las cosas fritas, y tenemos a Elvis y a B.B. King, al igual que música country y rock sureño de los setenta en nuestros iPods. El primer concierto al que Brenda y yo asistimos fue un concierto de Elvis en Memphis con nuestras mamás.
Al mismo tiempo, tenemos abanicos y muñecas japonesas en nuestros hogares. Como nuestras mamás, amamos ir al mercado local de comida internacional por udon y ver la televisión comiendo crujientes osembei. Nuestros iPods también incluyen música japonesa que escuchábamos en nuestros hogares durante la infancia, desde el okoto tradicional hasta la favorita de mi mamá Misora Hibari, y ambas tenemos al menos un kimono guardado en nuestros closets.
A pesar de que viajamos alrededor del mundo con nuestros padres durante el tiempo que nuestros papás estaban en las fuerzas armadas, nuestros papás escogieron retirarse cerca de una base militar en Tennessee, así es que es allí donde Brenda y yo crecimos juntas. De cierta manera, tuvimos suerte de conocer a otras familias que compartían experiencias similares. Sin embargo, fue solo cuando nos hicimos adultas que realmente apreciamos cuán fuertes y valientes fueron nuestras madres y sus amigos japoneses de dejar su país natal y echar raíces en un lugar nuevo y completamente diferente. Ellas aprendieron a hablar, leer y escribir el inglés, y a adoptar completamente la manera de vivir americana y sureña, su cultura y sus tradiciones. Todos se convirtieron en ciudadanos estadounidenses y algunos, como nuestras mamás, incluso se cambiaron el nombre a nombres americanos.
Mi mamá adoraba celebrar la Pascua y la Navidad con todas las decoraciones y los adornos, a pesar de que era sintoísta y no cristiana. En los Halloween siempre había muchas golosinas (para mi papá y para mí) y geniales disfraces hechos a mano. Los cumpleaños siempre eran fenomenales con las elaboradamente decoradas tortas hechas en casa y las mejores fiestas, incluso unos “dulces dieciséis”. Las celebraciones del 4 de julio incluían las costillas y el pollo a la barbacoa cocinados por mi papá, junto con el sushi y los rollos primavera de mi mamá, además de los pepinos encurtidos al estilo japonés (los pepinos que mi papá cultivaba en el jardín trasero). Las costumbres de Año Nuevo incluían ambos un tazón de alubias negras y un tazón de fideos de soba frío para tener doble buena suerte.
Mi mamá era una excelente ama de casa y nuestra casa estaba impecable. Siempre dejábamos nuestros zapatos en la puerta, y yo aún lo hago hoy en día. Ella podía coser, bordar, tejer, hacer crochet y se convirtió en una excelente cocinera sureña, desde su pollo frito hasta sus tartas de pecana. Ella también era conocida por sus platos japoneses, especialmente su sushi y sus rollos primavera. El pollo teriyaki de la mamá de Brenda es el mejor, y cuando Brenda está enferma, su comida reconfortante es la sopa miso de su mamá.
Pero, a pesar de que mi mamá y sus amigos japoneses se incorporaron a este país, muchos sureños no siempre los acogieron. Recuerdo momentos mientras crecía en los sesenta y los setenta cuando nuestras madres y sus amigos eran ridiculizados por su inglés imperfecto, o por hablar japonés entre ellos. Mi mamá a menudo comentaba cuán incomoda se sentía al ser observada por desconocidos mientras hacía compras en el centro comercial de la ciudad.
Mientras crecíamos en el sur, Brenda y yo tampoco éramos inmunes, a veces se nos llamaba “japa”, “amarilla” y “gook” (jerga peyorativa para personas asiáticas) en la escuela. Nosotras pugnábamos para adaptarnos como niñas mestizas. A menudo, tratábamos de ser más sureñas que japonesas, en un esfuerzo por navegar calmadamente en el espacio que ocupamos entre dos culturas. Nuestros papás nos enseñaron a pescar y a disparar armas, pero nuestras mamás nos enseñaron cómo preparar gohan y gyoza cuidadosamente. De ambos padres, nosotras aprendimos las valores universales de su generación, de arduo trabajo, perseverancia y siempre hacer lo mejor que se pueda, para que podamos alcanzar todo lo que nuestros padres deseaban para nosotras.
Nos tomó ambas a Brenda y a mí un tiempo para aceptar completamente la dualidad de quienes somos. El tiempo que pasamos visitando a nuestras familias en el Japón con nuestras mamás en varias ocasiones, al igual que el tiempo que pasamos visitando y viviendo en otras partes del país que son más diversas, como Hawái y Washington D.C., nos ayudó a vernos a nosotras y a nuestras vidas con perspectivas diferentes. O quizás, fue simplemente el continuo paso del tiempo desde el fin de la Segunda Guerra lo que nos ayudó a tender un puente en ese espacio intermedio con gracia, y con amor y con sincera apreciación de ambas culturas. Para nosotras, como adultas, hay definitivamente orgullo de pertenencia, de estar en el espacio intermedio.
© 2013 Linda Cooper
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