Todos los peruanos sentíamos que finalmente el Perú estaba saliendo de largos años de pobreza extrema, terrorismo, hiperinflación y desempleo. Con las medidas políticas y socioeconómicas del entonces presidente Fujimori el Perú se abría a la inversión económica internacional y a la calma social. Es por esto que ese 17 de diciembre de 1996 nadie esperaba lo que sucedió en la residencia del Embajador de Japón en el Perú.
Se sentó un hito histórico importante en el Perú. Se cerraba el terrorismo como protagonista en la historia de nuestro país y los nikkeis estuvimos allí para vivirlo y verlo.
Quise plasmar el momento en la historia en la que los hombres que escogieron caminos distintos buscando probablemente el mismo objetivo, se encuentran y se enfrentan. Unos tomaron el camino de la violencia y el terrorismo, mientras otros el camino del trabajo arduo, disciplinado, honesto, responsable.
Los inmigrantes japoneses y sus hijos, los nikkeis, habían llegado a ese momento histórico con perseverancia y fe en el destino en la tierra, que ahora era también su tierra, su país.
Relatando los eventos de la toma de los rehenes de la residencia del embajador de Japón y las memorias ejemplares de mi padre como inmigrante al Perú quise hacer un paralelismo entre la lucha de los pueblos para lograr un lugar mejor, que aún ahora se presenta mucho más fuerte y poderoso con las grandes migraciones y las medidas implementadas
El camino de la ambición política, olvidando la solidaridad humana, confronta y borra la importancia de entrar a la historia con la frente en alto.
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Era la mañana siguiente a la toma de la residencia japonesa por los terroristas. A pesar de ser diciembre y el comienzo del verano en Lima, el día era gris y frío; al amanecer había caído una leve garúa y el suelo estaba mojado y resbaloso en partes. Cuidando de evadir los pequeños charcos que se habían formado en el asfalto, crucé la pista para tomar un taxi con rumbo al hospital.
En la esquina de la calle de la sede de la Cruz Roja esperé un buen rato. Aunque ya era cerca de las 7.30 de la mañana no había ni un solo auto, ni una sola persona cerca. Estaba completamente sola. Estaba todo tan silencioso que hasta podía escuchar claramente unos pasos que se acercaban a lo lejos. Como era lo único que se oía en ese momento, volví la cabeza para ver quién se acercaba. Los pasos que hasta entonces habían sido acompasados y pausados, empezaron a sonar más fuertes y apresurados. De soslayo vi acercarse a un señor de edad, de cabello cano y bigotes ralos, trigueño, delgado y algo encorvado, vestía un terno marrón y camisa blanca sin corbata, zapatos negros bien lustrados. Debajo del brazo derecho llevaba un diario doblado, el que a su vez sujetaba con la otra mano. Generalmente no presto mucha atención a las personas en la calle, pero algo en su actitud me decía que su probable usual caminata matutina para comprar el diario había dejado de serlo.
Sus pasos cada vez más cerca taconeaban sobre el asfalto con fuerza. Su mano apretaba fuertemente el diario. Al estar más cerca de mí agarró el diario como un garrote. Su rostro estaba tenso y desencajado, su mirada era dura, llena de odio y de rabia. Sorprendida, instintivamente retrocedí para quitarme de su camino. A pocos pasos de mí escupió a mis pies. Aferró el diario con la mano derecha. De pronto oímos acercarse un microbús. El señor puso el diario bajo el brazo y se alejó a toda prisa.

Las noches después del día siguiente de la toma de la residencia
La tensión en la residencia del embajador iba en aumento. La posición de ambos, terroristas y rehenes, era insostenible y, con el tiempo, se haría cada vez más insoportable. Los terroristas tomaron la decisión de dejar ir a la mayor parte de los rehenes y quedarse sólo con los más importantes.
Todas las mujeres empezaron a salir. En autos y buses fueron trasladadas primero a las diferentes comisarías para tomar sus declaraciones, luego al Hospital Militar para asegurarse que se encontraban bien, finalmente a sus casas o al Centro Cultural Peruano Japonés donde esperaban ansiosos sus familiares. Mi madre y mi tía fueron llevadas a la Comisaría de Lince donde les tomaron “las generales de ley” y otros datos.
Para decidir quiénes se quedaban, los terroristas le pidieron al Embajador la lista de invitados. Cada noche leían los nombres de los que podían salir en ese grupo. Veíamos desfilar en la televisión los rostros preocupados, algo desencajados, de los rehenes que subían a los buses. Noche tras noche soltaban a un grupo. Todos en Lima miraban las imágenes, ansiosos, esperando ver entre ellos a un esposo, un hijo, un amigo, un conocido. Noche tras noche. Hasta que sólo quedaron 72 rehenes.

126 días como rehenes
Fuera de la residencia del embajador, todos en el Perú estuvimos, también, de alguna manera de rehenes durante los 126 días que duró el encierro, especialmente de la incertidumbre y de los desaciertos que los caracterizaron. Estuvimos llenos de imágenes sin sentido y desinformaciones, desconcertados ante el fútil diálogo entre sordos obstinados, del frustrante devenir tedioso de los días, de la intrascendencia de lo anecdótico y folklórico, del limbo en que quedaba el país día a día.
Dentro de la residencia, para los rehenes, mantenerse con vida era lo prioritario. Antes y afuera, el trabajo era importante, y el comer y descansar eran sólo un alto transitorio para renovar energías y socializar. Lo que antes era cotidiano, sin mayor trascendencia, cobró inusitada significación. El desayuno, el almuerzo y la comida, el agua, la luz, el baño, el espacio, la basura, el sueño, el ocio. . . las cartas. . . .
Para los catorce terroristas la larga permanencia en la residencia del embajador, después de los primeros días, debió ser más bien un alivio. Tras marchas forzadas en la agobiante y calurosa selva y en los difíciles y agrestes senderos de la sierra para llegar a Lima, durmiendo donde podían y comiendo lo que encontraban, finalmente parecían haber encontrado un remanso relativo donde descansar por un tiempo. . . y a la vez poder lograr lo que querían. Pero, el tiempo mostró que no sabían lo que querían. Las circunstancias los sorprendieron como a nosotros.
Guerrilleros al inicio, todos habían surgido de la pobreza, motivados por la miseria, la desesperanza y la injusticia, habían tomado el camino de la violencia. Convertidos en terroristas, la toma de la residencia debió parecer ser la única manera de expresar la exigencia de un sector, del que no encuentra otra salida a sus problemas, excepto con la violencia. Sin embargo, negociaron pequeñeces, y perdieron trascendencia, perdieron la oportunidad brillante de decirle al mundo que debía cambiar, que el seguir en ese rumbo pronto la situación sería cada vez más insostenible, como lo han demostrado los eventos sucesivos.
En algún lado recuerdo haber leído que la peor violencia, aún más que el terrorismo mismo, es la perenne y milenaria retórica histórica de los gobernantes y las sociedades que sustentan la pobreza y la injusticia que sufren los pueblos. El Perú que está lleno de elevadas montañas y profundos cañones, de extensas selvas e interminables desiertos, del tórrido Amazonas y en sus nacientes ríos y riachuelos, de históricas grandezas y miserias, de tiempo en tiempo nos sacude con la fuerza inextinguible de su pueblo indómito y rebelde que aun anhela grandes cosas a pesar de sus constantes decepciones.
Al igual que los peruanos, los inmigrantes japoneses anhelaban grandes cosas y a pesar de las constantes decepciones, lograron salir de la pobreza y supieron surgir más fortalecidos de la dureza de las situaciones que tuvieron que soportar sin optar por la violencia.
Pasaron más de cuatro semanas sin que nada de importancia sucediera. Les cortaron la luz y les racionaron el agua. La Cruz Roja entraba con la comida. Monseñor entraba y salía para cuidar la salud espiritual de los rehenes. La basura, expuesta al calor, esperaba ser retirada. Cartelones y banderolas al viento, breves apariciones de personajes importantes en las ventanas, periodistas de todo el mundo perdidos en la intrascendencia de la transmisión, olvidando la trascendencia de la información. . . .
Continuará...
© 2025 Graciela Nakachi Morimoto