En esta vida somos protagonistas de muchas historias, pero en muchas situaciones, los actores permanecen desconocidos porque no se registraron sus memorias.
Mis abuelos maternos y paternos nacieron y vivieron en Osaka y en Tokio, hasta la década del treinta, cuando llegaron al Brasil para trabajar en las plantaciones de los caficultores.
Sizuyo, mi madre, ahora de 89 años, es la única memoria viva de su familia y también de mi padre. Cuando cumplió 70 años, expresó su deseo de registrar las memorias de la inmigración al Brasil y los tiempos difíciles que vivieron para que sus descendientes tuvieran conocimiento de su historia de vida. Me incumbió a mí, su hija, la tarea de transcribirla en lengua portuguesa.
Queremos que estos jóvenes tracen para sí un camino de éxito basado en el estudio y en el trabajo, que transmitan a las generaciones futuras, la tenacidad, la perseverancia y el optimismo de sus padres, abuelos y bisabuelos japoneses, que son los actores de esta historia.
Puerto de Kobe, julio de 1936
Estamos en el barco Rio de Janeiro Maru que nos llevará al Brasil. Es el momento de la despedida para mi padre, Zenyemon Tanaka, mi madre, Tome, y sus cuatro hijas, Massako, Sizuyo , Fumiko y Emiko.
Desde la cubierta del barco, lanzamos rollos de serpentinas a los tíos, primos y amigos que vinieron a despedirse y nos hacen señas con sus manos. A medida que el barco se aleja del puerto, las serpentinas se van rompiendo y la imagen de los familiares y amigos se va disminuyendo cada vez más hasta que desaparece en el horizonte. A partir de entonces, durante cuarenta y cinco días, sólo vemos el mar, a veces, tranquilo, a veces, furioso, pero siempre azul.
Luego de muchos embarques y desembarques, navegando a través de varios océanos y atravesando varios continentes, llegamos finalmente al Brasil el 29 de agosto, al Puerto de Santos en San Pablo. Eran más de mil inmigrantes, entre adultos, jóvenes y niños, que traían sólo lo esencial para comenzar una nueva vida en el Brasil. Después de tanto tiempo de mirar el mar, mis hermanas y yo no veíamos el momento de bajar del barco y continuar el viaje, esta vez por tierra.
Después del desembarque y pernocte en la Hospedaria dos Imigrantes [Hotel de Inmigrantes] en la capital del Estado de San Pablo, nos llevaron en una locomotora operada a leña que se movía lentamente. Recuerdo que el paisaje que veía por la ventanilla del tren era muy distinto de los paisajes que veía cuando viajaba en Japón.
De tanto en tanto, en las paradas del tren, muchas familias desembarcaban, dejando caer las lágrimas en su rostro silenciosamente al momento de la despedida. Reflejaban el dolor de la separación y el miedo al futuro incierto para todos. Los niños permanecían ajenos a estos hechos y se quebaban observando los paisajes, a las personas y los animales. Todo era nuevo para ellos.
La comida servida en el tren me resultaba muy extraña. Después me enteré de que era un sándwich de mortadela. Tengo un vago recuerdo de ver hombres trancando los vagones con llave y colocando candados. Hoy, después de muchos años y recordando estos hechos, estoy en duda acerca de si esas medidas estaban destinadas a brindar mayor seguridad a los inmigrantes o si se trataba de medidas para impedir su fuga.
Descendimos del tren en Monte Azul Paulista, punto final del ferrocarril. Luego el viaje se hizo en un camión hasta llegar a nuestro destino, la finca cafetera.
La casa, construida en madera, era muy rústica y nada parecida a la nuestra en Osaka, que tenía dos pisos y era bastante cómoda. El agua para consumo se sacaba de la "cisterna " y de una fuente de agua, la "mina de agua." Los hábitos alimenticios de los brasileños, los "gaijins", nos resultaban muy extraños y consistían en arroz, frijoles y carne seca con patatas.
Las familias que habían traído semillas comenzaron a cultivar rábanos, nabos, zanahorias y acelga para consumo familiar.
Debido a la dificultad para comunicarse en portugués y también porque el trabajo era pesado y comenzaba al amanecer y terminaba con la puesta de sol, casi no teníamos contacto con los vecinos brasileños. El objetivo era hacerse rico y volver a Japón o, si no, ser dueño de su propio pedazo de tierra.
Me casé a los 17 años; siguiendo una costumbre entre los inmigrantes, el matrimonio fue arreglado de acuerdo con el sistema de "miai", en el que el padrino “nakodo” presentó al novio y futuro esposo a mi padre y, con su consentimiento, se celebró la ceremonia al final de la cosecha. Mi suegra cuenta que tan solo conoció a su novio en el momento de la ceremonia de boda.
En Japón se acostumbraba que el hijo mayor, el "tionan" viviese con sus padres luego de contraer matrimonio, respetando al padre como la mayor autoridad de la familia. Las mujeres casadas debían obediencia a su marido y a sus suegros. Siguiendo esta tradición, me fui a vivir con mi suegra y mi cuñado, mi suegro ya había fallecido. Mientras que los hombres trabajaban en el campo, mi suegra y yo nos ocupábamos de la huerta y de la crianza de cerdos y gallinas.
La casa en la que vivíamos era de madera rústica y sin comodidad alguna. La leña para cocinar y para calentar el "ofuró" provenía de las bosques vecinos. El baño en "ofuró", una costumbre antigua del Japón, fue adaptado por los inmigrantes por medio de un tambor usado para calentar el agua. Además de la higiene, servía para relajar el cuerpo después de una dura jornada de trabajo.
No teníamos energía eléctrica en la casa. Llegó tan sólo en 1952, cuando compramos una radio para escuchar en Radio Cultura de San Paulo la programación de la comunidad japonesa en el Brasil.
No éramos colonos ni empleados. En condición de aparceros, la familia plantaba algodón, arroz y maíz. Todo el trabajo se hacía manualmente, desde arar la tierra con tracción animal, plantar las semillas, hasta quitar las malezas que crecían en medio de la plantación y era agotador. Del total de la cosecha, el 30% iba aldueño de la plantación como pago por el uso de la tierra.
Durante el año, comprábamos “fiado” en el almacén de la finca, el pago se hacía después de la cosecha; cuando alguien de la familia se enfermaba, lo atendía el médico de los empleados y de los colonos. A veces, frecuentábamos el club de la finca para ver las películas del Gordo y el Flaco. Viajábamos en tren o en camión cuando necesitábamos ir a la ciudad.
Durante la Segunda Guerra Mundial, no recibíamos noticias de los japoneses que luchaban junto con los alemanes e italianos contra los otros países involucrados. En aquella época, muchos inmigrantes japoneses eran discriminados y perseguidos como espías por la policía brasileña.
Llevo casi 80 años viviendo en el Brasil, los primeros veinte años en el campo. No echo de menos aquellos tiempos, fueron años muy difíciles; sin embargo, hoy, al recordar el pasado, me considero una persona feliz. Tengo todo el confort necesario. Mis hijos, nietos y bisnietos viven otra realidad y ni siquiera remotamente pueden imaginarse la vida que mis hermanas y yo llevamos como inmigrantes.
Hace poco pasé en auto por el lugar donde viví hace 70 años. En mis recuerdos esperaba ver la casa, la huerta, los naranjos, los árboles de mango, los plátanos, la cerca que separaba los frutales de la huerta y el estanque en el terreno del fondo; pero lo que vi fue simplemente una represa en medio de una plantación de naranjos y la escena duró tan sólo unos segundos porque la velocidad del auto pronto la dejó atrás.
Lo que me llamó la atención fueron los eucaliptos plantados en aquella época. Veo que todavía están allí altos y frondosos, formando un gran corredor de sombras para los que ingresan a la propiedad. No fueron destruidos, sino que, por el contrario, están cada vez más presentes, desafiando al tiempo por más de siete décadas.
Los "sanseis", los "yonseis" y los “gosseis” descendientes de las familias Nakanishi y Tanaka son jóvenes que sueñan con un futuro de éxito y felicidad. Valoran el estudio y el trabajo, puesto que saben que es la base esencial para la realización de sus sueños. Paralelamente a los estudios y a las actividades profesionales, conviven con otros jóvenes nikkei. Muchos de sus amigos fueron o están trabajando en Japón como "dekasseguis".
El Brasil que me dio la bienvenida en el pasado es ahora la patria de mis descendientes. Este espíritu patriótico, transmitido a lo largo de las generaciones, ha traído como resultado un deseo muy fuerte de estos jóvenes de sentirse brasileños. Simplemente no queremos que se olviden de sus raíces...
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Nuestro Comité Editorial seleccionó este artículo como una de sus historias favoritas de serie La Familia Nikkei. Aquí están los comentarios.
Comentario de Celia Sakurai:
Mi vida, nuestra vida: el presente, el pasado y el futuro de Kiyomi Nakanishi Yamada relata la trayectoria de la madre Sizuyo que llegó al Brasil a los 10 años de edad y ahora tiene 89. Su inquietud es dejar registradas sus memorias para los jóvenes: "No se olviden de sus raíces." Del mismo modo en el que el lugar donde vivió sufrió modificaciones, al punto de estar hoy casi irreconocible, permanecen los eucaliptos plantados por la familia hace décadas. Los árboles, como la historia de Sizuyo, son el eslabón entre las generaciones, que dan sentido al presente, tanto para la protagonista de la historia, como para sus descendientes.
© 2015 Kiyomi Nakanishi Yamada
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