En el mes de febrero de 1942, el presidente Franklin Roosevelt expidió la orden ejecutiva 9066 mediante la cual se obligó a más de 120 mil personas, que radicaban en los estados de la costa del Pacífico, a trasladarse a diez campos de concentración como consecuencia de la guerra iniciada contra Japón dos meses antes.
Del gran total de personas que fueron concentradas, 40 mil eran ciudadanos japoneses que habían ido arribando a los estados de California, Oregon y Washington desde fines del siglo XIX para trabajar como pescadores, agricultores, obreros o comerciantes. En el momento en que fueron enviados a los campos, la gran mayoría ya habían formado una familia y comunidades completamente integradas a la economía norteamericana. A pesar del ambiente racista en el que vivían los inmigrantes, no pensaban ya retornar a su país de origen; por contrario, sus deseos eran naturalizarse ciudadanos estadunidenses, medida que era impedida por el gobierno el cual consideraba que “contaminaban” la pureza racial blanca y no ayudaba al proyecto de nación caucásica.
La mayoría de los enviados a los campos de concentración, cerca de 80 mil personas, eran ciudadanos norteamericanos por nacimiento, hijos de esos inmigrantes. Los más pequeños asistían a las escuelas elementales y juraban la bandera y el himno estadunidense. Los mayores trabajaban o asistían a las universidades y se sentían plenamente integrados al estilo y la forma de vida americanos.
Lo que diferenciaba a estos niños y jóvenes del resto de la población eran sus rasgos físicos. Es por esto que ante el inicio de la guerra contra Japón, se les empezó a considerar “enemigos” de la nación en la que habían nacido y de la que se sentían orgullosos. Para el general John DeWitt, encargado de defender la costa del Pacífico ante un posible ataque de la armada japonesa, no importó que estas personas fueran ciudadanos norteamericanos pues consideraba que corría por sus venas sangre japonesa, motivo que fue suficiente para internarlos en los campos de concentración.
Es necesario considerar sin embargo que estas políticas, ideas y prejuicios se extendieron a lo largo de toda América al grado que más de dos mil japoneses y sus familias, procedentes de 13 naciones latinoamericanas, fueron prácticamente raptados y enviados a los campos de concentración norteamericanos.
Como parte de una gran alianza encabezada por los Estados Unidos, la gran mayoría de los gobiernos latinoamericanos rompieron sus relaciones y le declararon la guerra a Japón. A finales del año de 1941, en América Latina radicaban cerca de 300 mil inmigrantes, habían formado extensas familias y comunidades que se habían arraigado de manera mayoritaria en Brasil, Perú, México y Argentina.
Los inmigrantes y sus hijos, sin desearlo ni formar parte de los ejércitos en pugna, se convirtieron en parte de la guerra misma. La prensa y la radio divulgaban profusamente, sin prueba alguna, que los trabajadores eran espías, “quinta columnistas”, o incluso formaban parte de la armada imperial japonesa que estaba lista para invadir las costas del continente americano.
La guerra que se puso en marcha contra Japón a nivel continental fue en buena parte una batalla contra los inmigrantes y sus hijos. Pero es importante hacer notar que la misma no se inició en realidad en diciembre de 1941 cuando la armada imperial japonesa, comandada por el almirante Isoroku Yamamoto, atacó la base naval norteamericana de Pearl Harbor. La vigilancia y persecución contra los inmigrantes japoneses por parte del gobierno de Estados Unidos se puso en marcha al inicio del siglo XX cuando oleadas de inmigrantes empezaron a llegar masivamente a diversos países del continente. Para el año de 1910, en México y Perú laboraban cerca de 10 mil inmigrantes en cada país, en Brasil ya habían llegado cerca de cinco mil y en los Estados Unidos vivían más de 50 mil.
Desde ese entonces, el Departamento de Guerra de los Estados Unidos giró instrucciones a las embajadas de su país en todos los países latinoamericanos para que le informaran del número y las actividades que realizaban los trabajadores japoneses. La vigilancia de los diversos órganos del gobierno norteamericano obedecía no sólo a razones raciales, tenía que ver con la importancia militar y política que Japón iba adquiriendo y con la disputa en la que ambas potencias se empezaron a enfrascar, situación que conduciría finalmente al sendero de Pearl Harbor.
Ante el ascenso del fascismo en Europa, y el agravamiento de los conflictos entre Japón y Estados Unidos en la década de 1930, el presidente Roosevelt diseñó una política de “defensa continental” que buscaba blindar al continente de posibles ataques de Alemania o Japón, “desde el Polo Norte hasta la Patagonia”. Para poner en marcha tal estrategia, los Estados Unidos dejaron atrás “el gran garrote” y se comprometieron a no invadir a ningún país de la región, como había sucedido de manera reiterada. De este modo, en diciembre de 1938, durante la octava Conferencia de Estados Americanos llevada a cabo en Lima, se suscribió un acuerdo de “solidaridad continental” que implicaba además la vigilancia de ciudadanos extranjeros, principalmente alemanes y japoneses.
Por si no fuera suficiente este tipo de acuerdo -debido a la desconfianza del gobierno norteamericano- el presidente Roosevelt autorizó, en julio de 1940, que agentes del FBI se establecieran en las embajadas norteamericanas de Latinoamérica como “attachés legales” con el objetivo de vigilar, por su propia cuenta, a los inmigrantes japoneses y recabar información de inteligencia.
Al estallar la guerra, con la información de estos agentes y de fuentes de inteligencia, el gobierno norteamericano solicitó a los gobiernos de la región que enviaran a los japoneses a los campos de concentración y que agruparan y vigilaran a los inmigrantes de manera estrecha. En México, el gobierno del presidente Manuel Ávila Camacho obligó a que las familias de los inmigrantes se dirigieran a las ciudades de Guadalajara y México para vigilarlos de manera cercana. Los primeros removidos fueron aquellos que vivían en los estados fronterizos con Estados Unidos.
En Brasil la población de inmigrantes y sus familias alcanzaba un cuarto de millón de personas. La gran mayoría de estos trabajadores se dedicaban a la agricultura, actividad prioritaria e imprescindible para la economía del país. Estos motivos impidieron que fueran concentrados, aunque no se les dejó de hostigar y vigilar por la policía carioca, limitando de manera profunda sus libertades fundamentales.
El caso de Perú, sin duda alguna, fue el más trágico. A los inmigrantes que no fueron llevados a los campos de concentración se les confiscaron sus comercios y propiedades por lo que se quedaron sin una fuente de ingresos. Las escuelas, que los propios inmigrantes habían levantado, fueron prohibidas por lo que los niños tuvieron que recibir sus clases de manera clandestina en condiciones muy precarias. Perseguidos y ocultándose para evitar ser deportados, la guerra significó una etapa oscura de enorme desesperanza y angustia.
Las decisiones que tomaron los gobiernos en América afectaron y transformaron profundamente la vida cotidiana de todas las familias de los inmigrantes. Aunque hubieran salido de Japón hacía décadas, todos los trabajadores tenían una profunda relación con su país, donde seguían viviendo sus padres, hermanos y familiares. Al mismo tiempo tenían también un enorme agradecimiento a los países que los habían recibido. En éstos habían podido construir lazos profundos con el entorno social en el que se reproducían, pero, más que nada, en estos países habían nacido y crecido sus hijos, y de los cuales eran ciudadanos ejemplares.
La guerra, la concentración y la persecución rompieron este complejo equilibrio que guardaban como ciudadanos transnacionalizados y les causaron no sólo enormes daños materiales sino que, lo más delicado, se afectaron emocionalmente su identidad y afectos tanto con el país del cual provenían como con el que habían llegado. En estas circunstancias, se empezaron a generan hondas divisiones al interior de las comunidades aunque también entre los miembros de las propias familias.
Como hemos visto, la orden ejecutiva 9066 que fue dirigida a los inmigrantes y sus descendientes en los Estados Unidos cubrió a todo el continente con su manto de tragedia pero, hasta ahora, sólo el gobierno norteamericano ha ofrecido una disculpa pública y ha indemnizado a los afectados en su territorio gracias a la movilización de los propios hijos de los inmigrantes. Sin embargo, a nivel continental las consecuencias de esa política apenas son reconocidas.
© 2021 Sergio Hernández Galindo