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Jesús y Buda

Marta cuando era una niña

Fui la menor de una familia numerosa, cuando nací mis padres ya poseían suficiente edad como para ser abuelos. Crecí entonces con las ventajas de tener a mi lado, a dos personas pacíficas y sabias por todo lo vivido. Mis hermanos que eran bastante mayores que yo, se comportaban como mis progenitores. Mi existencia estaba rodeada de una multitud de adultos que me cuidaban y guiaban con infinita paciencia por la vida. Además, en los años cincuenta las personas lucían más ancianas de lo que ahora aparentamos a la misma edad. Era el estilo recatado y simple de esa época, con atuendos demasiado sobrios. Una mujer después de los cuarenta años, ya sentía la declinación de su existencia inmersa en tan poca actividad social. Así eran mis hermanas, pero yo no quería ser como ellas, soñaba con ser audaz como las estrellas de cine y siempre tenía algo que decir, aún ahora que transito mi vejez.

Mi innegable interés por la lectura se manifestó de inmediato, siempre incentivada por mis padres, apasionados amantes de la literatura. En mi primer día de clase, mientras papá me llevaba a la escuela, conmovido, expresó: “¡Qué suerte, vas a aprender a leer! Vas a poder conocer, todos los libros del mundo…”. Leer era una actividad rutinaria en mi casa, mis padres leían, yo leía, mis hermanos que trabajaban arduamente solo lo hacían en escasas ocasiones.

Incentivada por la lectura, mi imaginación era tan frondosa que a los once años escribí una pequeña obra teatral en la que hice representar a todos los chicos del barrio. No sé si tenía alguna importancia literaria, lo único que sé es que nos divertimos muchísimo. Dudo que en la actualidad, los niños de la familia, sometidos a actividades programadas, puedan gozar de tanta plenitud intelectual.

Pero, debo reconocer que mi hogar era muy particular, en cuanto a las costumbres y credos, pues mi padre era un japonés budista y mi madre hija de genoveses, profesaba la religión católica. Ella con su visión cristiana, decidió que “por el bien de nuestras almas” íbamos a ser bautizados y sometidos a todos los ritos del catolicismo. Papá nunca se opuso, debido al gran respeto que sentía por los deseos de su bienamada esposa. En reciprocidad, mi madre siempre hallaba la oportunidad de mencionar su especial consideración por Buda, al mismo tiempo que mi padre calificaba respetuosamente a Jesús como “una muy buena persona”.

Mi papá solía contarnos que Buda se había desprendido de todos sus bienes materiales para consagrar su espíritu. Mi mamá relataba que Jesús, vestido con una austera túnica, había deambulado por el mundo predicando el bien. Por lo tanto tenía de ambos lados, buenos ejemplos para seguir. Pero, no se detenían en simples prédicas, actuaban en consecuencia.

Mi padre solía obsequiar cualquier objeto que poseía, a quien demostraba interés por ello. Cada vez que nos mudamos de casa, llegábamos al nuevo domicilio desprovistos de todo lo “regalable”. Debido a esa actitud, varias veces teníamos que volver a adquirirlos.

Mi madre jamás deseaba algo material porque, según ella, no lo necesitaba en absoluto. No salía de compras, le complacía vestir con prolijidad casi siempre la misma ropa, los únicos regalos que aceptaba con verdadero placer eran libros. Fuimos pacíficos y generosos, gracias a estas enseñanzas.

Cuando mi padre murió, mi madre decidió que fuera enterrado según la costumbre occidental y cristiana. Aunque no se negó a seguir luego los ritos orientales de los cuarenta y nueve días. Para los budistas de mi familia, durante las siete semanas posteriores a la muerte de una persona, su espíritu deambula por el hogar hasta partir definitivamente a la morada celestial. Por lo tanto, en su habitación sobre la mesa de luz habían puesto una foto de papá y durante esos días le llevábamos el desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena. Era conmovedor para mí, que todavía era una niña, ver como mamá seleccionaba los alimentos prolijamente, haciendo hincapié en lo que a mi padre le gustaba. No faltaba un tazón con arroz recién hecho, deliciosas legumbres y pescado. Yo realmente sentía que él seguía rondando por allí, satisfecho por la consideración de su familia.

Recuerdo que una tarde vino a casa una compañera de escuela, con la que me proponía realizar los deberes. Coincidió con la hora de la merienda, como siempre mi madre me pidió que llevara una taza de té y unas galletitas al cuarto de mi papá. Le pedí a mi amiga que me acompañase para cumplir esa tarea. Me siguió con sorpresa, pero no quiso entrar a la habitación pues percibí que sentía cierto temor. Sin embargo, en esos días no había lugar en el mundo en el que yo me sintiese más a gusto. El saco de mi padre aún estaba colgado sobre el respaldo de una silla, su aroma a tabaco lo traía a mi memoria, a la necesidad imperiosa de rescatarlo de las sombras.

Mientras mi compañera me observaba desde la puerta, yo dejé la bandeja y volví con ella. Un rato después cuando habíamos terminado nuestros deberes, fui al cuarto de mi padre a retirar la vajilla. En el trayecto hasta la cocina, tomé una galletita del plato y me la comí. Ella se quedó mirándome despavorida, sin comprender que aquello era solo un rito simbólico, que no tenía nada de malo que nos comiésemos lo que el espíritu de mi padre ignoraba, por razones obvias. Mi amiga jamás volvió a visitarnos, pues la experiencia debió resultarle demasiado traumática. Luego supe que había contado la anécdota en la escuela, tildando a mi familia de “rara”.

No puedo negar que éramos muy singulares en nuestras costumbres, pero así aprendimos a ser tolerantes con el prójimo, a considerarlo con absoluto respeto desde sus diferencias, con sus hábitos y costumbres.

Buda y Jesús me acompañaron toda la vida, aún conmueven mi corazón…Maravillosos seres que me guiaron con sabiduría y benevolencia y que, aún sin profesar ninguna religión, me animo a implorarles protección ante los desastres que provocamos en tan maravilloso planeta…

Estoy segura de que si Buda y Jesús se hubiesen conocido, alterando tiempo y espacio, hubieran sido excelentes amigos y compañeros de ruta. Aunque fuera en otro idioma, los unía la misma poderosa pasión.

 

© 2016 Marta Marenco

Acerca del Autor

Marta Marenco nació hace setenta años. Cuando estaba a punto de cumplir los nueve años, falleció su padre. Su madre, Esther, era descendiente de genoveses. Marta y sus hermanos viven al norte de Argentina, siendo ella la menor de todos. Habían emigrado a Buenos Aires para insertarse en el campo laboral. Aquí formaron sus familias. Con su esposo, un veterinario argentino, Marta tiene dos extraordinarios hijos que viven en México. Actualmente, Marta y su esposo se encuentran disfrutando de su jubilación.

Última actualización en septiembre de 2015

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