Para una niña pequeña puede ser muy complicado convivir con un nombre tan particular como el que tengo yo. Desde muy temprana edad tuve que aprender que esto se debía a mi ascendencia japonesa, aunque no entendiera bien qué significaba eso en realidad. Para mí, en ese entonces, sólo era el argumento que usaba para callar a los niños que se burlaban de mi nombre. Así, cada vez que alguno salía con un nuevo apodo, o me hacía alguna broma por mi apellido, yo tenía que armarme de paciencia y explicarles, por ejemplo, que mi apellido se escribía Yabe, y no llave, porque al igual que mi nombre, era japonés.
Tener que estar dando siempre explicaciones de mi origen, por mucho tiempo me hizo sentir más vergüenza que orgullo. Sólo sabía que mi bisabuelo había venido del Japón, y ese era el fin de la historia. No crecí con tradiciones heredadas por él, ni celebrando sus fiestas, ni nada. Para mí era algo tan lejano que no tenía más influencia en mi vida que el haberme hecho cargar con un nombre difícil.
Cuando fui creciendo y los apodos se fueron convirtiendo en preguntas del tipo ¿Hablas japonés?, ¿Sabes karate? y ¿Comes con “palitos”?; fue cuando empecé a interesarme en mi parte nikkei.
Por muchos años tuve que conformarme sólo con saber que mi bisabuelo se llamó Yoshi Yabe y que había salido de su país durante la primera guerra mundial. Más allá de eso, y de lo que conocía de Japón por cultura general, mi lado nikkei seguía siendo un misterio para mí.
Sin embargo, un día cualquiera, de la noche a la mañana, mi abuelo empezó a contarme las historias de su padre. Yo siempre le había hecho preguntas al respecto, pero él nunca me había contado nada en concreto. No tengo idea del porqué. Aunque conociendo su carácter, quizá sentía que yo era muy joven como para valorar realmente el contenido de sus relatos.
Poco a poco mi abuelo fue develando ante mí todo un pasado que yo desconocía, pero que nos pertenecía a ambos.
Es así que descubrí que mi bisabuelo había vivido en Fukushima y que debido a la complicada situación en la que vivía su familia, se vio obligado a dejar su país para venir al Perú, con tan sólo 21 años.
Cuando llegó, vivió una experiencia similar a la que yo tuve de niña: la gente encontraba su nombre muy raro y complicado de pronunciar. Por esta razón, tuvo que hacerse llamar Eduardo. Años después, este sería el nombre que elegiría para mi abuelo.
Poco a poco mi bisabuelo se fue adaptando a su nueva vida en Perú. Trabajó siempre muy duro. Él sabía hacer de todo, y eso sumado a su buen carácter, lo volvieron una persona muy respetada en su nueva comunidad. Incluso llegó a ser el encargado del reloj del pueblo.
Sin embargo, a pesar de haberse adaptado tan bien a su nuevo hogar, hasta el último de sus días extrañó su país. Murió con el anhelo de regresar. Mi abuelo me cuenta que muchas veces lo vio llorar de nostalgia y que cada vez que se celebraba alguna festividad de su tierra, mi bisabuelo sacaba su bandera de Japón y se reunía con los otros dos japoneses que vivían en el pueblo.
Mi abuelo comparte conmigo estos episodios y otros tantos, una y otra vez, pero yo jamás me canso de oírlos. Me gusta visitarlo y sentarme al lado de su sillón, mientras él me narra los recuerdos de su padre y me vuelve cómplice de sus aventuras. Esto se ha vuelto casi un rito y ha creado un precioso vínculo entre nosotros.
Quizá mi abuelo no pudo trasmitirnos el idioma, los rituales o las costumbres de su padre, pero en cada historia que él me cuenta, veo plasmados los valores legados por mi bisabuelo, tales como la perseverancia, el respeto hacia los mayores, la honradez y la disciplina. Sus historias hicieron nacer en mí la necesidad de acercarme a la comunidad nikkei y aprender más sobre las tradiciones japonesas.
Gracias a las memorias de mi querido abuelo, hoy me siento orgullosa de llevar en mí, la unión de dos culturas.