Eso ya fue demasiado, pensó doña K. ¡Si ni Bira nos avisó! No respondió, apenas dijo:
—Voy a ver.
Que confundiera el olor del daikon hirviendo con un escape de gas le oprimió el corazón, o quizá le dio vergüenza. No tenía suficiente con todas las veces que, desde la puerta de la cocina, había dicho:
—¡Qué olor raro!
Eran los miércoles cuando doña K dejaba preparada una pila de tsukemono de daikon para la semana.
El muro iba desde el fondo del patio hasta el portón del frente, separando las casas, con un corredor de cada lado. De casualidad, las dos cocinas se abrían hacia el lado del muro. Bira parecía vivir en la misma casa; a fin de cuentas, el daikon se confundía con el ajo y la cebolla rehogándose todos los días cerca de la hora del almuerzo. Del lado de acá, solo los días que venía la empleada doméstica. Una lástima. La verdad es que era rico el perfume de agua de colonia que ella usaba todos los días, hasta para ir a la panadería. Ellas se encontraban en el camino, y cada una llevaba dos panes flauta para el desayuno y la merienda del recreo de los niños. Agua de colonia y pan fresco. Bira prefería el pan, después de todo, sabía que se quedaría con la punta para mordisquear.
Ella era impertinente y desconfiada. Hasta con Bira. Todo comenzó cuando llegó Bira. Rezongó porque el perrito lloró varias noches. Pobrecito, sentía olores extraños. Y también las risas de los niños cuando el padre de doña K aún no había muerto y vivía con ella. Él se ganó al cachorrito, hijo de la perrita Sara, de la oficina, un 'vira lata', que el anciano pronunciaba ‘bira rata’1. Tanto se rieron y le pidieron que repitiera ‘bira rata, bira rata’ que, al final, le quedó Bira de nombre. Y también fueron varias incursiones de Bira en su jardín.
—¡Me comió todos mis pensamientos perfectos, pisoteó todo el cantero de espadas de san Jorge y hasta tiró tierra por todos lados!
“Y quién le mandó dejar el portón entreabierto”, pensaba doña K. Pero el olor a tierra y flores era irresistible.
—Bira, ¡dame, dame!
No hagas eso. Después solo quedaron los olores del lado de acá: ella decidió sacar el jardín y cubrir todo con cemento. Y también porque compraron un auto y el frente se transformó en un garaje con toldo. Al portón le pusieron un candado reforzado. El marido hasta llevó a todos los niños al zoológico con el auto nuevo.
Ese día doña K mandó una merienda con sándwiches de pepino, tomate y mayonesa, una receta que sacó del libro sensei de Sato. Bira se quedó en la casa muy triste.
Bira era buenito. Se quedaba en el portón esperando a doña K todas las mañanas cuando ella iba a la panadería, o cuando iba al mercado. Solamente le faltaba ayudar a empujar el carrito para adentro de la cocina de tan lleno que venía. La mitad de la sandía hasta venía separada. Eran tantos los aromas que salían de ese carrito, de naranjas y bananas, el daikon con sus hojas para el tsukudani y, siempre, el manojo de cebollines puesto encima de todo para que no se aplastara.
El martes era un día especial. Era el día del mercado y un día de fiesta para Bira. ¡Cuántas veces se hacían sardinas frescas fritas a ambos lados del muro! Algunas veces, doña K condimentaba una salsa espesa con aromas de soya y azúcar. El martes también era el día de la empleada doméstica. Bira se quedaba esperando a que llegara Rosa sin que nadie le dijera que era martes. Un buen rato antes de las siete y media Bira ya estaba en el portón. Doña K esperaba a Rosa para ir al mercado. Ella también salía temprano:
—El final del mercado es cosa de pobres.
También los martes era el día que el olor de la cebolla y el ajo rehogados venía de ambos lados del muro: de un lado aburagohan, sardinas, ensalada, frijoles y tsukemono para comerlos juntos. Del otro, arroz, frijoles, sardinas fritas, col verde rehogada con bastante ajo. ¡Un banquete para Bira!
Uno de los hijos de ella le vivía pidiendo al hijo menor de doña K que le ayudase a resolver ecuaciones de segundo grado. Los hijos de ella estudiaban en una escuela particular a ocho cuadras de allí; los de doña K estudiaban más cerca, en la escuela estatal. Ella les vivía preguntando sobre las notas del boletín, hasta que desistió cuando vio que sus hijos no eran tan buenos alumnos como los de doña K. Pero en cambio eran buenos para jugar. Primero a las canicas, después al fútbol. Imbatibles.
—Solo puede ser el Biotônico Fontoura lo que les da energía para ganar a sus hijos, que son unos patas de palo. ¿Podía acaso dejar a Bira amarrado solamente porque se entrometía en el juego de los niños?
—Pero son las pastillas Wakamoto las que hacen que los niños sean inteligentes...
Un día, el hijo mayor corrió a contarle a la madre que los hijos de doña K comían un plato de arroz y frijol cocinados juntos.
—Eso se llama "baile de a dos", hijo.
Y otro día se subió a un banquito para hacerle otra pregunta sobre frijoles.
—¿Qué? ¿Prepara los frijoles con azúcar?
—Es que me sobraron frijoles azuki y estoy haciendo zenzai. ¿Quieres probar?
—¿?. Bueno, si se hace arroz con leche que es dulce, ¿por qué no frijoles dulces? Son hermanos hasta en eso.
Bira solamente inclinó la cabeza hacia un lado intentando entender la conversación.
Fue en esa misma época... los niños debían tener más o menos doce años. Doña K se acuerda bien de un tormento que duró muchos meses. Su sobrina se iba a casar y ellos serían padrinos. ¿Qué género usar? ¿Qué modelo de vestido largo? El color se había acordado de antemano para que la ropa de las madrinas no desentonase con el resto del grupo.
—A mí no me queda muy bien el verde agua, pero está bien...
Fue un ir y venir constante para aprobar la compra del género, ir a ver a una costurera amiga de doña K y ayudar a elegir el modelo, con un cinto pasado por adelante.
—Igual que un kimono —dijo doña K.
—¡No, no, no! ¡Es de la Burda!
Fue entonces cuando doña K comenzó a entrar en la casa de ella. Nunca había traspasado el portón con candado. ¡Qué casa bonita! Bien arreglada... elegante. De afuera se veía que tenía dos cortinas: una de paño fino, transparente, y otra de paño grueso que corrían todas las noches. Pero desde afuera no se veían los tiradores con pompones. Y los sofás, la araña de luz, las alfombras, el cristalero lleno de copas, el cuadro grande en la pared... La cocina tenía fórmica colorida y había una mesa plegable. Para ser sinceros: el refrigerador era más pequeño. Doña K. se sintió decepcionada al pensar en su casa. No tenía nada lujoso así. Reconocía que era un poco desordenada, una casa de nihonjin. Hasta el lavadero de ella estaba ordenado y olía a una mezcla de jabón Rinso, que a Bira le encantaba, y lejía, horrible. En el patio, doña K colgaba tiras de daikon cortadas finas debajo del cobertizo que servía para secar la ropa los días de lluvia. Cuando no llovía, se secaba el daikon, siempre el daikon.
Por aquellos meses, antes del casamiento de la sobrina, doña K iba corriendo para la casa de ella cada vez que la llamaba por el muro. Bira se asustaba porque generalmente era después del almuerzo, a la hora de su siesta. Él se quedaba esperando del lado de afuera de la casa porque podía tropezarse con algo o, peor aún, dejar pelos en la alfombra. Olía una mezcla de agua de colonia, cera, piña y, algunas veces, el cafecito que ella servía en una bandeja plateada.
Finalmente llegó el sábado del casamiento. Ella salió tempranito para ir a la peluquería de doña Tizuko, una amiga de doña K que tenía un salón en la calle del mercado. Volvió con las manos estiradas para no estropearse el esmalte rojo. Tenía el cabello lleno de laca para fijar el peinado recogido que le resaltaba el rostro y el modelo del vestido. Otra vez la llamaron a doña K para que fuera a dar el veredicto final. Estaba linda con el rostro lleno de polvo de arroz y rubor en las mejillas. Los zapatos de tacón aguja eran dorados, la bolsa también, y dentro llevaba polvo compacto y lápiz labial, todo combinado.
Tardaran mucho en volver. Ella recién se enteró la mañana del domingo. Le pareció extraño, porque siempre iba a misa a las ocho, pero ese día no salió de casa. Debía estar cansada. Pero no. Tenía el brazo derecho todo enyesado. No estaba acostumbrada a caminar con tacos aguja y se golpeó al tropezar con un escalón en el salón de la iglesia. Tendría un mes de yeso. Y justo en el brazo derecho. ¿Y ahora? Fue el doble de trabajo para doña K. Un muro no es obstáculo para mandar pan fresco, hacer compras para dos, ayudar a la empleada doméstica a preparar el almuerzo hasta la hora en que volvían los hijos. A la noche hacían sándwiches, más fácil.
No fue nada, el mes pasó rápido. Volvieron a preocuparse por los horarios de los hijos, los maridos, la panadería, la feria. Bira volvió a lamentar que solamente rehogaran ajo y cebolla de su lado del muro los martes. ¡Ese mes fue tan bueno!
La otra fue después, cuando los hijos ya eran muchachos. Los mayores ya habían terminado la carrera, el menor de doña K estaba estudiando en la facultad de ingeniería en Campinas; en cambio el menor de ella solamente estaba haciendo el curso de ingreso por tercera vez, empeñado en querer ser médico. Bira estaba extrañado: el olor de su lado del muro estaba también del lado de allá...
—El nabo es muy saludable, tiene mucha fibra y en ensalada es muy rico. Y hasta con la pasta de queso de soya queda una delicia. El médico me dijo que el queso de soya tiene pocas calorías, además de ser excelente para la menopausia.
Nabo y daikon, queso de soya y tofu. Mmmm, pensó doña K. ¿El médico le habría hablado del olor?
Meses después, tuvo un dolor en la espalda que ni la pomada de arnica le pudo calmar. Entonces, ¡vino con la novedad de la termopuntura! Describió con detalles una terapia milagrosa, hasta que doña K descubrió que era lo mismo que el okiyu que hacía su padre. ¡Qué gran novedad! Ella dijo que continuaría en la clínica para hacer shiatsu para prevenir el dolor de espalda y hasta le preguntó a doña K si debería hacerse baños de inmersión japoneses con chocolate para que la piel le quedara lisa. El problema es que es caro...
Un revuelo del otro lado del muro.
Por mucho tiempo doña K estuvo preocupada. Los pensamientos iban y venían. No conseguía alejarse de ese tormento. ¿Sería a causa de aquel umeboshi que todavía no estaba bien encurtido? Me parece que también estaba muy salado. Pero ella lo pidió tanto ―decía que era digestivo, que prolonga la vida― que le di. No, no puede ser solo eso. ¿Y ahora, cómo voy a saber? Además, ella era insistente, me llamaba tanto que hasta irritaba a Bira...
El auto salió del garaje en medio de la noche y despertó a Bira. Cuando el auto volvió, Bira no olió el perfume de agua de colonia. Nunca más volvió a olerlo.
Ahora solo rehogan ajo y cebolla una vez por semana. Algunas veces siente el olor del daikon en el tsukemono que viene en la bandejita de sushi que el hijo mayor compra en el supermercado para que el padre coma. El menor finalmente está haciendo la residencia.
Y, los últimos tiempos, del lado del muro de doña K, Bira siente un olor fuerte que sale del humo del algo que el marido de doña K enciende todas las mañanas. No le gusta, pero se queda al lado de él. El hijo mayor se casó, el ingeniero está estudiando en Canadá. Bira le hace compañía al marido. No sale. Desde aquel martes doña K nunca más fue temprano al mercado. Ni tampoco le abrió la puerta a Rosa. Ni sardinas ni tsukemono. No tiene más daikon secándose debajo del cobertizo. Vacío.
Hace tiempo... el marido de ella salía todas las mañanas, vestido de traje, iba caminando hasta la parada del autobús. Recién regresaba a la tardecita. El marido de doña K también salía todas las mañanas vestido de traje, pero esperaba a un colega que lo pasaba a buscar en un auto de la compañía. Él también volvía a la tardecita. Saludaba e intercambiaba algunas palabras con los que vivían en la calle. Ahora, el marido de doña K llama al marido de ella para tomar una cerveza cada vez que el hijo mayor lleva a sus hijos para el asado del domingo. La carne, la cerveza y el tsukemono de daikon comprado en la tiendita de allá cerca quedan muy bien juntos, concuerda el marido de ella.
Ellas miran, doña K y ella. Lo raro es que no está más el muro que iba desde el fondo del patio hasta el portón. ¿Daikon o escape de gas? ¿Agua de colonia o ajo y cebolla? Contento, el muro desapareció... Solamente ven a Bira echarse de lado, encoger las patitas junto al cuerpo. Dame, dame, Bira, no hagas eso, no hagas eso...
Nota:
1. Un “vira lata” es un perro de razas mezcladas y, al pronunciarlo con acento japonés, el abuelo decía “bira rata”, lo que a los niños les causaba mucha gracia.
© 2013 Celia Sakurai
La Favorita de Nima-kai
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