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Ojiichans

Hubo un tiempo en el que bebíamos refrescos en botellas de vidrio. Antes del uso irresponsable del plástico descartable, se iba hasta el proveedor de bebidas con el cajón repleto de envases vacíos y los cambiábamos por otros llenos. Mi abuelo siempre compraba las botellas verdes individuales de guaraná y las dejaba en el frigorífico, esperando la visita de sus nietos. El sonido del gas saliendo cuando el abridor levantaba la tapita es capaz, hasta hoy en día, de transportarme a aquella cocina, una niña todavía al lado de aquel señor fuerte que apenas hablaba el mismo idioma que yo pero que me hacía entender que era amada.

Mi abuelo, mi ojiichan, Ichitaro Shitara, y su esposa, mi obaachan, Tokue Shitara.

Su casa era una casa de hombre soltero. Una organización desordenada, todo medio oscuro y medio antiguo, de la manera como la había dejado mi obaachan, fallecida hacía años. Era una casa detenida en el tiempo, en el tiempo de mi abuela. Yo no la conocí.

Mi padre y mi abuelo me contaron que ella murió algunos meses después de que yo naciera y que murió hablando de mí. En el delirio que precedió a su paso al más allá, ella pensaba que me sostenía en su regazo y me mecía. Y esa escena, incrustada en la memoria más triste de mi abuelo, fue suficiente para que él llegara a creer que yo era la reencarnación de su amada esposa. Fue así que, automáticamente, me convertí en su nieta favorita.

No sé qué religión y creencia tenía mi abuelo para creer en tal hecho porque, durante años, pensé: “¿Cómo podría ser posible, si yo nací cuando ella murió y, por lo tanto, ya tenía mi propia alma? ¿Sería esa la razón de todos mis problemas de personalidad? ¿Mi alma original habría sido expulsada o amordazada por la de mi abuela muerta?”

Así, el amor que mi abuelo tenía por mí había sido heredado de su amor por mi abuela. No era un amor que yo hubiera conquistado por ser yo misma. Yo iba aprendiendo poco a poco sobre el amor y me parecía hermoso cómo Ojiichan seguía amando a su difunta esposa, después de cincuenta años y de que la muerte los separase. Mi padre lo encontraba aun más peculiar porque él mismo no lograba recordar haber visto ninguna demostración de afecto entre los dos: eran una pareja japonesa.

Mi familia en una fiesta de Navidad en la década de 1980: mi hermana, mi padre, mi madre y yo en el regazo de mi abuelo, de mi ojii.

Recuerdo las fotografías de ella por la casa y de Ojiichan mirándolas con cariño para luego decir que ya estaba cansado y que no veía la hora de morir para poder reencontrarla (más confusión: porque entonces ¿yo también tendría que morir para que él se encontrara con ella? ¿O el alma de mi abuela me abandonaría y dejaría que mi alma original floreciera?) No entendía su deseo de muerte, para mí nadie lo deseaba. Me quedaba en estado de shock y él me lo explicó. Mi abuelo, mi jiichan, me llamó para que me sentara a su lado. Tomó el periódico que estaba doblado sobre la mesa de café y lo abrió en la página de los obituarios.

- Todos los días, tomo el periódico y veo si algún amigo ha muerto. Para ir al funeral. Jiichan más amigos muertos que vivos. Mujer muerta también. Jiichan solo y cansado.

Él me enseñaba a no temerle a la muerte.

Como buen japonés, en todas las festividades, nos regalaba un poco de dinero dentro de un sobre. Escribía nuestros nombres en el lado de afuera en kanji verticalmente y nos lo entregaba diciendo que era para comprar cuadernos, para estudiar. Mi hermana y yo abríamos los sobres con entusiasmo y planeábamos comprar de todo, menos cuadernos.

Mi abuelo, mi ojiichan, Ichitaro Shitara

La educación para mi abuelo era todo. Había llegado a Brasil joven, sin mucha educación, y había ido a Pará a plantar pimienta negra. Hizo sacrificios para que sus hijos estudiaran y se graduaron todos: un arquitecto, un economista y un ingeniero. La hija no estudió, se casó. Pero para sus nietas, él sí quería estudios. Los tiempos estaban cambiando, y él también. En las notas que acompañaban al dinero, enumeraba las prioridades de la vida: 1º salud, 2º estudio, 3º amigos. Al estudio, decía, nadie te lo puede quitar. Seguía enseñándome.

Una vez volvió a Japón. Fue el gran evento de su vida, se reunió con delegados del Emperador. Formó parte de un grupo que representaba, por un lado, a los inmigrantes japoneses en Brasil. Recibió una clavija de corbata de oro con la que fue cremado. Era su único objeto importante, en alto relieve se veía un sol y sus rayos expandiéndose, como en la bandera de las extintas Fuerzas Armadas Japonesas. Del resto, no tenía ningún apego. Vivía una vida sencilla, como buen budista (ni siquiera sé si era budista porque parecía mezclar de todo un poco, típico de tantos brasileños).

Solía regalarle medias porque, cuando se quitaba los zapatos en casa, a veces, estaban agujereadas. Después de su muerte, cuando la familia fue a limpiar sus pertenencias, encontré todas las medias que le había regalado con las etiquetas, dentro de los paquetes. Sosteniendo aquellas medias nuevas cuyo dueño estaba muerto, aprendí a usar todo lo que me regalan, sin guardarlo para una situación especial porque después ésta no se presenta y no disfrutamos de nada, ni siquiera de buenas medias abrigadas. También aprendí que a él no le importaban para nada sus medias agujereadas.

El afecto se mezcla con la culpa. Los recuerdos de él siempre están cargados de mucha ternura, y la adulta de hoy siente pena y culpa por no haber disfrutado de su compañía como debería haberlo hecho. Cuando somos niños, la culpa no existe, es algo que se va instalando en silencio a medida que crecemos, durante la noche. Un día nos despertamos y ella está ahí, instalada como si siempre hubiese existido, como si fuese la inquilina más antigua. La mayor de todas las culpas es la del día en que murió. A esa la conozco desde hace mucho tiempo y parece que va a vivir indefinidamente dentro de mí.

Durante mucho tiempo, cada vez que iba a visitarlo al hospital, me pedía, tomándome de la mano, que lo sacara de allí, que lo llevara a casa. Yo, sin saber qué hacer, sin creer que tenía poder sobre ese tipo de decisiones, que era asunto de mis tíos y de mi padre, sacaba mi mano y salía de la habitación a llorar. Me sentía tan desamparada como él. No recuerdo haberle pedido a mi padre que lo sacara del hospital, en el fondo, creía que podría tener más posibilidades de sobrevivir si estaba bajo atención médica.

Después de su muerte, me prometí a mí misma que, si algo parecido volviese a suceder, me llevaría a la persona a casa. Creo que sabemos cuándo vamos a morir, creo que eso era lo que quería decirme. Y él ya estaba cansado y quería irse a casa. Aprendí con él sobre la muerte y sobre los últimos deseos.

Mi Jiichan fue la primera persona muerta que vi. Tenía algodón en las fosas nasales y le habían cortado los zapatos en los laterales para poder calzarles los pies hinchados. Parecía estar durmiendo, lo besé. Mi hermana y yo lloramos, lloramos mucho, sin saber quién estaba más desconsolada. Ver la tristeza de mi hermana me hizo jurarme a mí misma que no le contaría que yo era la favorita. Hoy, después de tanto tiempo, creo que ya no hay ninguna diferencia. Sólo la hay para mí porque mi Jiichan fue la primera persona muerta que me amó, que me hizo sentir especial e importante.

Lloré por su muerte, pero lloré más por mí. Lloré porque se había ido, porque había sufrido, pero lloré, sobre todo, porque yo no lo había sacado del hospital y lloré también porque una persona que me amaba ya no estaba en el mundo. Era menos amor para mí. Aprendí que era egoísta en cuanto a la muerte y dejé de llorar. Hacía mucho tiempo que él deseaba reencontrarse con mi abuela. Mi abuela, que me dejaba para que pudiera ser yo misma.

Este año, hace ya veinticuatro años que él se fue. Él, que había nacido el Día de la Bandera y era de escorpio. Fueron tantas las cosas que aprendí con él que no estoy segura de si todo lo que él era y me enseñó era porque él era japonés o no; pero el amor que me tenía, su presencia y todo lo que hacía me enorgullecía de haber venido del mismo lugar que él, de la tierra del sol naciente. Estaba orgullosa, incluso cuando, al crecer en Brasil en la década de 1980, nunca me veía representada en los medios, o cuando sí me veía, siempre era de manera peyorativa, cargada de prejuicios y estereotipos. Me enojaba y pensaba que estaba mal porque nada de lo que veía reflejaba quién era mi ojiichan o quién era yo.

Mi padre con su nieto, la reencarnación de su padre.

Hoy fue mi padre quien se convirtió en Ojii y mi Ojiichan vive en él. El Ojii de mis hijos los llama por sus apodos, les da dinero en un sobre de papel (pero es para comprar helados y juguetes), compra manju, viene a dormir a casa, juega a la lucha, les enseña a decir palabras japonesas y trata de construir recuerdos afectuosos como los que tengo de mi Ojiichan. Y al igual que mi Ojii, le va enseñando a la cuarta generación las cosas y los valores de Japón.

También tiene a su nieto favorito porque, en el fondo, cree que el niño es, en realidad, la reencarnación de su padre. Todo igual. Y la vida sigue andando en círculos y Japón, dentro de todos nosotros.

 

* * * * *

Nuestro Comité Editorial seleccionó este artículo como una de sus historias favoritas de serie Generaciones Nikkei: Conectando a Familias y Comunidades en portugués. Aquí está el comentario.

Comentario de Claudio H. Kurita

Es una gran satisfacción y un honor formar parte de este jurado. El tema de este año, Generaciones Nikkei: Conectando a Familias y Comunidades, trae varios textos hermosos donde los autores exponen sus experiencias personales con gran intensidad. La crónica que destaco fue de la autora Ana Shitara, titulada "Ojichans", que trae varios elementos que nos tocan y emocionan.

En su texto, el lector logra transportarse a todas las escenas descriptas y recordar a sus propios ojichans (abuelos) y obachans (abuelas) y la época que vivieron en nuestro país. A lo largo de la crónica, la autora refuerza varios sentimientos: amor, afecto, culpa, arrepentimiento, entre otros, que aportan más cercanía, ya que es el denominador común en todas las familias, un gran conflicto de sensaciones.

En una parte del texto, la autora menciona qué importante era la educación para su abuelo. Ello retrata lo que pensaba gran parte de la primera y segunda generación: trabajar mucho para brindar una base y sustento para que sus hijos pudieran, a través del estudio, mejorar sus condiciones de vida con un futuro mejor.

Hoy logramos notar que el sacrificio valió la pena y muchos descendientes de la nueva generación lograron mejorar sus condiciones económicas y sociales y vemos “nikkeis” que se destacan en diversos campos de trabajo.

Debo estar agradecido a mis Ojichans y Obachans que hicieron lo mismo, felicito a Ana Shitara ya que por algunos minutos pude recordar con cariño a mis abuelos—Maruo-san y Akikazu-san—y agradecer en oración su dedicación.

Gracias Descubra a los Nikkei por la invitación y continúen con este hermoso e importante trabajo de integración y difusión de la cultura “Nikkei”.

 

© 2021 Ana Shitara

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Sobre esta serie

La tema de la 10.° edición de Crónicas Nikkei—Generaciones Nikkei: Conectando a Familias y Comunidadesda una mirada a las relaciones intergeneracionales en las comunidades nikkei de todo el mundo, con especial atención a las nuevas generaciones más jóvenes de nikkei y cómo ellos se conectan (o no) con sus raíces y con las generaciones mayores.  

Les habíamos pedido historias relacionadas con las generaciones nikkei desde mayo hasta septiembre de 2021, y la votación concluyó el 8 de noviembre. Hemos recibido 31 historias (3 en español, 21 en inglés, 2 en japonés y 7 en portugués) provenientes de Australia, Brasil, Canadá, los Estados Unidos, Japón, Nueva Zelanda y Perú. Algunas historias fueron enviadas en múltiples idiomas.

Habíamos pedido a nuestro Comité Editorial que elija a sus favoritas. También nuestra comunidad Nima-kai votó por las historias que disfrutaron. ¡Aquí, presentamos las elecciones favoritas de los Comités Editoriales y la comunidad Nima-kai! (*Las traducciones de las historias elegidas están actualmente en proceso.)

La Favorita del Comité Editorial

 La elegida por Nima-Kai:

Para saber más sobre este proyecto de escritura >>

* Esta serie es presentado en asociación con: 

        ASEBEX

   

 

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Acerca del Autor

Ana Shitara nació en São Paulo, es licenciada en Letras y tiene una Maestría en Educación por la Universidad de São Paulo (USP). Madre, profesora y amante de la literatura, siempre ha vivido en compañía de libros desde que tiene uso de razón. Le decía a su madre que ellos eran los amigos más pacientes porque repetían la misma historia una y otra vez sin cansarse. Hoy, les dice a sus hijos que los libros son grandes amigos para ayudarnos a entender quiénes somos y a soñar. Y el sueño de hoy es hacer que se escuchen las voces de las mujeres amarillas, tan poco representadas en un país donde sus antepasados ​​llegaron hace más de un siglo: buscando tornar visible lo invisible.

Última actualización en septiembre de 2021

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